11 dic 2011

Tiranosaurio Rex

De pequeño era un soñador. Imagino que todos los hombres lo fuimos alguna vez. Yo era muy especial en mis sueños, quizá sea lo que me hiciere diferente al resto de mis amigos. No interpreten estas palabras como si intentara explicar que yo era mejor, en absoluto. Siempre he formado parte integrante de la pila de chicos más común de todas: risueño, travieso, descarado sin mala baba, fanático de las miniaturas de coches, vicioso de las videoconsolas que no tenía. Lo sé, me parecía a cualquier otro chico de seis o siete años. La línea que me separaba siempre de los otros se ha encontrado siempre en la verosimilitud de mis ilusiones. La conexión entre la realidad y mis quimeras, la manifestación de ésta ha sembrado siempre el miedo en mi familia. Lo he aceptado, como una parte íntima e irrevocable de mi ser. Ningún médico encontró nunca argumentos para diagnosticar o descartar la esquizofrenia. Mi personalidad ha levantado profusas suspicacias.

Un episodio que recuerdo a menudo, acerca de la simbiosis entre mi mundo real y el ficticio, es el que me sucedió en las navidades de mil novecientos noventa y cuatro. Quizá fuere el noventa y cinco. Por aquella época, gracias a una película, desde las altas profundidades de la corteza terrestre, y como si hubieran resucitado, surgieron, más depredadores que nunca, los dinosaurios. Aquellos reptiles causaron sensación en todo el mundo representados en las pantallas de cine. Tal eventualidad no hizo sino desbocar el caballo de mi imaginación. Aquellos enormes bichos, de fauces inusitadas y asombrosas garras, me transportaron a los tiempos en que el Hombre, aún, no habitaba la Tierra. Recuerdo mis dinosaurios de juguete. Eran más que diminutas reproducciones que regalaban con los yogures. Conmigo habían regresado para dominar el mundo. Las batallas que tenían lugar en juegos extralimitaban la diversión infantil. Si hubiera tenido una cámara de vídeo insertada en mi cabeza y ésta hubiera registrado mis escenas jurásicas, la obra de Steven Spielberg quedaría hoy como una secuencia vacua, sin gracia.
El hechizo que sufrí por la presencia de estos animales, cada día, en mi televisión, me condujo a vivir una humillante velada, rodeada de todos mis compañeros de clase y del resto de la escuela. En mi colegio, siempre predispuesto a honrar a Dios celebrando todas sus fechas señaladas en el almanaque católico, se organizó una fiesta especial para el adviento. Nuestros padres nos llevaban bien acicalados a estos eventos escolares, como si el propio Cristo fuere el anfitrión. Era una cena de recaudación para los desfavorecidos: la cena del pobre, que la llamaban. Consistía en que cada comensal comiera una patata asada. Sólo los listos la condimentaban con mahonesa y tomate. No había muchos listos. Sucedió antes de empezar, en el camino de casa a la escuela. Recuerdo a mi madre gritándome que no corriera, que podía caerme. Era un páramo de tierra lo que había entre mi casa y el colegio. Había llovido el día anterior. Recuerdo cómo se transformó esa extensión de tierra uniforme en una selva prehistórica, de árboles como torres, de pájaros gigantes, de insectos mortales. Crecí varios metros de altura. Mis manos se convirtieron en garras. Era el rey de la Tierra. Era un Tiranosaurio Rex y así grité, porque un invasor merodeaba mi territorio y debía darle muerte. Clavé mis superiores patas en el suelo a cada brinco y corrí, haciendo temblar el terreno a cada paso, comprobando el miedo del invasor en sus ojos verdes salvajes…
El barro se introdujo por todas las ropas. Tragué un poco. Horribles sonidos produjeron mis manos intentando salir del fango. Mi madre acudió a rescatarme. Tuve que comer la papa, sentado con todos mis amigos, con barro hasta en los calzoncillos.

2 comentarios:

  1. Gracias por subirte a la ballena.si quieres buscarnos en facebook o twitter será un placer conocernos más.Salud!

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  2. Gracias por recomendarme! no sabía que lo hacías.
    te sigo! :)

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