De pequeño era un
soñador. Imagino que todos los hombres lo fuimos alguna vez. Yo era muy
especial en mis sueños, quizá sea lo que me hiciere diferente al resto de mis
amigos. No interpreten estas palabras como si intentara explicar que yo era
mejor, en absoluto. Siempre he formado parte integrante de la pila de chicos
más común de todas: risueño, travieso, descarado sin mala baba, fanático de las
miniaturas de coches, vicioso de las videoconsolas que no tenía. Lo sé, me
parecía a cualquier otro chico de seis o siete años. La línea que me separaba
siempre de los otros se ha encontrado siempre en la verosimilitud de mis
ilusiones. La conexión entre la realidad y mis quimeras, la manifestación de
ésta ha sembrado siempre el miedo en mi familia. Lo he aceptado, como una
parte íntima e irrevocable de mi ser. Ningún médico encontró nunca argumentos
para diagnosticar o descartar la esquizofrenia. Mi personalidad ha levantado
profusas suspicacias.
Un episodio que
recuerdo a menudo, acerca de la simbiosis entre mi mundo real y el ficticio, es
el que me sucedió en las navidades de mil novecientos noventa y cuatro. Quizá
fuere el noventa y cinco. Por aquella época, gracias a una película, desde las
altas profundidades de la corteza terrestre, y como si hubieran resucitado,
surgieron, más depredadores que nunca, los dinosaurios. Aquellos reptiles
causaron sensación en todo el mundo representados en las pantallas de cine. Tal
eventualidad no hizo sino desbocar el caballo de mi imaginación. Aquellos
enormes bichos, de fauces inusitadas y asombrosas garras, me transportaron a
los tiempos en que el Hombre, aún, no habitaba la Tierra. Recuerdo mis
dinosaurios de juguete. Eran más que diminutas reproducciones que regalaban con
los yogures. Conmigo habían regresado para dominar el mundo. Las batallas que
tenían lugar en juegos extralimitaban la diversión infantil. Si hubiera tenido
una cámara de vídeo insertada en mi cabeza y ésta hubiera registrado mis escenas jurásicas, la obra de Steven Spielberg quedaría hoy como una
secuencia vacua, sin gracia.
El hechizo que sufrí
por la presencia de estos animales, cada día, en mi televisión, me condujo a
vivir una humillante velada, rodeada de todos mis compañeros de clase y del
resto de la escuela. En mi colegio, siempre predispuesto a honrar a Dios
celebrando todas sus fechas señaladas en el almanaque católico, se organizó una
fiesta especial para el adviento. Nuestros padres nos llevaban bien acicalados
a estos eventos escolares, como si el propio Cristo fuere el anfitrión. Era una
cena de recaudación para los desfavorecidos: la cena del pobre, que la
llamaban. Consistía en que cada comensal comiera una patata asada. Sólo los
listos la condimentaban con mahonesa y tomate. No había muchos listos. Sucedió
antes de empezar, en el camino de casa a la escuela. Recuerdo a mi madre
gritándome que no corriera, que podía caerme. Era un páramo de tierra lo que
había entre mi casa y el colegio. Había llovido el día anterior. Recuerdo cómo
se transformó esa extensión de tierra uniforme en una selva prehistórica, de
árboles como torres, de pájaros gigantes, de insectos mortales. Crecí varios
metros de altura. Mis manos se convirtieron en garras. Era el rey de la Tierra.
Era un Tiranosaurio Rex y así grité, porque un invasor merodeaba mi territorio
y debía darle muerte. Clavé mis superiores patas en el suelo a cada brinco y
corrí, haciendo temblar el terreno a cada paso, comprobando el miedo del
invasor en sus ojos verdes salvajes…
El barro se introdujo
por todas las ropas. Tragué un poco. Horribles sonidos produjeron mis manos
intentando salir del fango. Mi madre acudió a rescatarme. Tuve que comer la
papa, sentado con todos mis amigos, con barro hasta en los calzoncillos.
Gracias por subirte a la ballena.si quieres buscarnos en facebook o twitter será un placer conocernos más.Salud!
ResponderEliminarGracias por recomendarme! no sabía que lo hacías.
ResponderEliminarte sigo! :)