30 oct 2010

Elle s´apelle…

—Si ella vuelve, me invitas a una cerveza. Si no lo hace, invito yo. Ellas subieron las escaleras mientras ambos amigos las seguían desde la esquina de aquel pub. José sabía que no volverían y por eso lo propuso. Era una apuesta perdedora con la que excusarse para invitar a Cristian a una birra. José deseaba que aquella rubia volviera. La otra… ¿qué le importaba la otra? Rubia, lacios cabellos en un simple recogido. Llevaba una camiseta desde la que se admiraban dos resaltos de pechos vinculados con hierro a la idea del sexo instantáneo y al vehemente deseo carnal.

El pub era un antro no de mala muerte, pero sí se parecía proporcionalmente a las expectativas de José, que no había entrado hasta aquella noche. Tenía el local dos estancias: una inferior y otra superior separadas por dos peldaños. Una barra dispensaba la bebida. Los colores eran apenas inapreciables, tanto como las luces que alumbraban. Un disc-jockey animaba con entusiasmo, desde arriba, toda la fiesta, con música electrónica elevada a la infinita potencia de la repetición. Acompasaba el DJ la manipulación de la mesa de mezclas con unos saltos estáticos; desde las rodillas y sin despegar del suelo; dignos de una amortiguación de todoterreno.

No sabían dónde colocarse. La primera media hora a su llegada fue una feria de hombres variopintos: raperos, rastafaris y “normales” bailaban y fumaban marihuana. Una nube de droga invadió el local y nadie se inmutó. Todos abrieron sus pulmones a una respiración más recia y pocos minutos después más placentera. Las mujeres eran minoría, una fracción nula entre los consumidores varones.
José había convidado a Cristian, pues éste pagó la entrada  pese a que José luchó por convencerle de acoplarse en otro pub en el que no hubiera que desembolsar tres euros el acceso.

—Mereció la pena que le estafaran —pensó en el ascensor de su piso al retornar a casa.

Fue un juego que José no creía poder perder. Las chicas se habían marchado de allí y no regresarían. Ella desaparecería como otras tantas desaparecían en el caos de las noches de tugurios. Mas no fue así. Una leve alegría recorrió la médula de José al volver a verla tan cerca. Por acuerdo pagaron a medias la última cerveza…

—Será una más. Como tantas otras noches que amanecen en el mismo camino de regreso a la cama. Será una más. Como todas las vagas ilusiones que concluyen acariciando unas caderas que se impulsan sobre mí. Será una más de tantas otras a las que quise arropar entre mis brazos. ¿Para qué sueñas?, ¿para qué esperas?, ¿por qué sueñas?, ¿por qué esperas?— Así reflexionaba José sin dejar de observarla. Y bebía. Mucho.

Flash. Una luz. Un relámpago. La cámara estalló sobre José. Ella le hizo una fotografía y José brilló por dentro. Sonrió. Le sonrió. Se sonrieron. José no sabía cómo reaccionar ante tal afortunada inflexión de sus esperanzas. Se lanzó a hablar con ella. Se creyó con el suficiente derecho como para hacerlo porque se vio con el derecho a disfrutar de la azarosa ocasión.

Bailaron. Hablaron. José quería disfrutar de su cuerpo. De sus firmes facciones. Temblaba al rozar con los dedos su espalda, sus brazos, sus pómulos. Nunca había palpado una piel tan suave, tan sutil. Nunca había olido el aroma natural de una mujer…

José pasó vergüenza cuando la atrajo para sí y ella retrocedió. No quiso en ningún momento ser grosero. –No soy ningún cerdo –se decía. Le atraía todo. Ella en sí misma y en su simpatía, pero nunca le haría ademán de besarle los labios ni manosearle con sucios fines. Ya asimiló con resignación hacía tiempo la sucia naturaleza de su masculinidad. No controlaba las erecciones nunca. Aquella noche tampoco. Sufrió largo rato de pensar que ella se asustó. No fue así. Siguieron bailando con alegría e incluso intercambiaron números.

Los focos se encendieron. El pub se iluminó, tocaba cerrar. Hora de marcharse. Todos estaban cansados. —“Enchanté de conaître”. Creía que así se decía “encantado de conocerte” y eso le dijo José. —Encantada —respondió ella… José no contuvo el anhelo irrefrenable de volver a agarrar sus manos…

No logró besarle. Logró sentir sus labios, su saliva, en la botella de cerveza que compartieron. Suspiró agradeciendo al destino por haber paladeado un hilo de aquellos labios.

Aquélla no fue una noche más. Aquella noche sería diferente. Aquella chica, intuyó, iba a ser diferente.

18 oct 2010

Estulticia demostrada

Soy un estúpido. Pongo en la balanza la calidad de las publicaciones on-line de mis amigos con las mías. Sí, esa es la calculadora de mi inteligencia. O de mi desidia. La pasión no es una fortaleza de la que me vanaglorie, pues mis pasiones son quebradizas, llenas de grietas. Pobre argamasa las une. Ellos comentan cualquiera de sus pasiones con pasión, con la debida y con sus inyecciones de calidad. Yo tergiverso la vida y transcribo esta mierda.

Sin pasiones, sin talento. Nimio o Nemo debiera llamarme. Buen nombre, justo sería. Supera con holgura el apodo. Lo merezco. Mas, ¿qué soy sin pasión?: El antihumano, el bobo.

Estulticia demostrada.