20 dic 2011

El capitán de mi alma

Imbuido por las palabras, he dejado la cama para teclearlas. Como un impulso electromagnético, las palabras se han arremolinado en un pequeño tornado en derredor de mis sentidos, en una espiral cíclica de ceros y unos. Cero, uno, uno, uno, uno, cero, uno, cero. Pitagórica alegoría del código de la divinidad, los números tornan en palabras. Matemáticas y comunicación ruedas son del mismo carro. Dicho lo cual, me refiero a lo que a contar he venido, si llego a desarrollarlo sin vacilar en el camino, por qué he sido abducido por las palabras, si se me permite la licencia de guionizar tal historia como de ciencia ficción haciendo uso de términos de que, presumiblemente, hagan al lector sospechar sobre el escritor. En virtud de la verdad -qué expresión tan recíproca- no he visto ningún remolino y menos, ceros y unos, sino que he leído, he hecho intento de dormir, he recordado, he previsto y he saltado hasta aquí. Culpo a Séneca y sus diálogos de lo segundo en la lista. El resto es consuetudinario asunto mío.

Séneca es el considerado oráculo del estoicismo, la doctrina que mostraba al hombre el poder de dominarse a sí mismo, el ser capitán de su alma. “No hay mayor regalo hecho al hombre por la naturaleza que nacer hombre bueno”. Pudiera sintetizar así la magna obra del cordobés. Su palabra, como el hombre que ve un cadáver y al lado ve una piedra manchada de sangre, ha sacudido mis entrañas. Explica Séneca que, el hombre tocado por la adversidad, será siempre mejor que el que no ha sufrido, porque el hombre que padece resistirá, incólume, desafíos que el afortunado, de primeras, vertería sus lágrimas al enfrentarlos, pues éste tiene tanto de burbuja vacía como el otro de raíces profundas. Séneca, definitivamente, es ser de otro tiempo.

No hay productividad en la previa del sueño. La sociedad no acepta ya pensar en silencio. Por ello mordí las sábanas. El mundo me exilia junto a los insomnes. Pero no me importa, porque he pensado en contar algo que me ocurrió ayer. O antes de ayer. Almorzábamos en familia. Mi tía, echando de menos a mi abuela, nos contó cuán arrepentida estaba de no haberle besado más veces. Mi madre, estoica, le decía que ya no podía hacer nada y que no pasaba nada. Mi hermana no supo, en sus palabras, definirle la gran máxima de los enfermos terminales y fui yo quien le corrigió: uno, al final de su vida, no se arrepiente de lo que ha hecho, sino de lo que no ha hecho. Mi tía está ahora más unida que nunca a nosotros desde que murió la abuela.

Otra cosa, esta vez, que pasará. Un amigo ha organizado una comida de navidad. Hemos de ir, los invitados, bien vestidos. Nada de chándal. Con lo que me gusta a mí vestir deportivo. O no haciendo caso de la apariencia, según se quiera mirar. He previsto cómo nos sentaremos a la mesa; cómo las parejas estarán unidas en ella; cómo yo quedaré solo. Surgirá, con seguridad, la pregunta eterna, el eco que siempre rebota en las palabras de mi amigo contra mí: ¿cuándo te vas a echar novia? En ese momento, ya he pensado la reacción: La felicidad del ser humano es voluntad del ser humano, individualmente. Las personas, a diferencia de las bestias, tienen la ventaja de la razón y su virtud mayor, elegir qué hacer, con quién y por qué. Mas no conozco análisis científico u documento que acredite el pensamiento de que sólo es feliz el que tiene pareja, pues la felicidad, como yo la entiendo, tiene tantas caras como hombres y mujeres pueblan el mundo’, le diré. Él contestará: pensando así te quedarás solo’. Yo replicaré: me da igual. Y entonces, seguiremos comiendo.

Previamente a saltar de la cama, había esbozado una poesía en mi cabeza y era mi intención el aquí reflejarla. Iba sobre un amor ideal, abrigado en el vientre de ella, que me preguntaba si creía que en el cielo había espejos, y yo le decía que no me planteara tal cuestión, porque sus ojos son los espejos del cielo. Ya veis que no hay poema, ni unos ni ceros. He escrito en virtud de imitar a un Séneca difuso.

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