31 dic 2011

Contrarreloj del treinta y uno de diciembre

Injusta prórroga del no dormir. Alguna vez pagaré las horas que pierdo a diario, tan de continuo. Miento, porque sí las recupero, amaneciendo a horas deshonrosas para un individuo de mi edad. Heme aquí, castigado por mí mismo, por la arritmia de mis tiempos de sueño. Mas ¿qué sería de mí si fuera un hombre equilibrado, un hombre de calendarios y rutinas inflexibles? No tendría tiempo para escribir. ¡Ah insulsa agonía intempestiva! ¡Ah letras inanes! ¡Qué refugio encontré en las palabras! A riesgo de estampar el pecho en el vacío, he caído sin inspiración en la contrarreloj del treinta y uno de diciembre.



¿Qué hice este año digno de mención?, ¿en qué soy mejor?, ¿en qué peor? No he hecho nada. He tirado a las fraguas del olvido trescientos días. Toca examen de conciencia, en profundidad, el día lo requiere. No me acosté con ella porque le entró repentina la timidez. Con otros no le pasa lo mismo, estoy convencido. No fue un momento dulce, como ella confesó sentirlo más tarde. Me arrepiento de escribirle una carta de despedida. Odio interpretar el papel de caballero. Me iría mejor madurar una forma violenta de cortesía, un toque de agresividad, pues el sexo dejó ya de ser tan importante como para andar con educación. Aquel momento era diáfano para enseñarle una dosis de la realidad: no digas nada, eres mía y no tengo más deseo que dejarte exhausta. Pero no, las mejores ideas aparecen después las acciones, y allí me quedé recostado, maldiciéndome. Dejar de ser amigos fue lo mejor entonces, pues sirvió de lección a ambos: a ella para no tomarme nunca más como un estúpido; a mí como prueba de que tengo la firmeza suficiente para tomar decisiones. Atrás quedaron las fiestas, las conversaciones, las confianzas. Esa noche lo derrumbó todo. Murió. Lloró en mis brazos, me pidió perdón. No lloré. No le perdoné. Le mentí.



En otros asuntos, dos mil once ha sido también un desastre.

27 dic 2011

Mi princesa

Miedo real es lo que tiene un niño cuando está asustado: el miedo inocente de no saber qué ocurre; por qué se tapa los ojos para no ver. Eso es el miedo, en la extensión de su concepto, la parte absoluta de sus acepciones. El niño, la niña, que no saben qué es el miedo, demasiado jóvenes son para comprender las palabras o comunicarse más allá de la risa y del quejido lastimoso, lo sufren más que un adulto. Se me retuercen las entrañas cuando mi princesa no quiere ver a Papá Noel porque le aterra, e invoca a sus personajes de dibujos animados porque así entiende, virgen de conocimientos, no le pasará nada

Se me hiela la sangre cuando, con mi princesa entre los brazos, aparecen en la televisión las fotografías de los niños que por no tener nada, ni tan siquiera tienen miedo. Yo no puedo hacer nada y ellos tampoco pueden, porque no comprenden que no son conscientes de sí mismos y que están llamados a morir en las guerras que sus padres engendraron.

Mi princesa y yo ignoramos la suerte de tener lo que necesitamos.

20 dic 2011

El capitán de mi alma

Imbuido por las palabras, he dejado la cama para teclearlas. Como un impulso electromagnético, las palabras se han arremolinado en un pequeño tornado en derredor de mis sentidos, en una espiral cíclica de ceros y unos. Cero, uno, uno, uno, uno, cero, uno, cero. Pitagórica alegoría del código de la divinidad, los números tornan en palabras. Matemáticas y comunicación ruedas son del mismo carro. Dicho lo cual, me refiero a lo que a contar he venido, si llego a desarrollarlo sin vacilar en el camino, por qué he sido abducido por las palabras, si se me permite la licencia de guionizar tal historia como de ciencia ficción haciendo uso de términos de que, presumiblemente, hagan al lector sospechar sobre el escritor. En virtud de la verdad -qué expresión tan recíproca- no he visto ningún remolino y menos, ceros y unos, sino que he leído, he hecho intento de dormir, he recordado, he previsto y he saltado hasta aquí. Culpo a Séneca y sus diálogos de lo segundo en la lista. El resto es consuetudinario asunto mío.

Séneca es el considerado oráculo del estoicismo, la doctrina que mostraba al hombre el poder de dominarse a sí mismo, el ser capitán de su alma. “No hay mayor regalo hecho al hombre por la naturaleza que nacer hombre bueno”. Pudiera sintetizar así la magna obra del cordobés. Su palabra, como el hombre que ve un cadáver y al lado ve una piedra manchada de sangre, ha sacudido mis entrañas. Explica Séneca que, el hombre tocado por la adversidad, será siempre mejor que el que no ha sufrido, porque el hombre que padece resistirá, incólume, desafíos que el afortunado, de primeras, vertería sus lágrimas al enfrentarlos, pues éste tiene tanto de burbuja vacía como el otro de raíces profundas. Séneca, definitivamente, es ser de otro tiempo.

No hay productividad en la previa del sueño. La sociedad no acepta ya pensar en silencio. Por ello mordí las sábanas. El mundo me exilia junto a los insomnes. Pero no me importa, porque he pensado en contar algo que me ocurrió ayer. O antes de ayer. Almorzábamos en familia. Mi tía, echando de menos a mi abuela, nos contó cuán arrepentida estaba de no haberle besado más veces. Mi madre, estoica, le decía que ya no podía hacer nada y que no pasaba nada. Mi hermana no supo, en sus palabras, definirle la gran máxima de los enfermos terminales y fui yo quien le corrigió: uno, al final de su vida, no se arrepiente de lo que ha hecho, sino de lo que no ha hecho. Mi tía está ahora más unida que nunca a nosotros desde que murió la abuela.

Otra cosa, esta vez, que pasará. Un amigo ha organizado una comida de navidad. Hemos de ir, los invitados, bien vestidos. Nada de chándal. Con lo que me gusta a mí vestir deportivo. O no haciendo caso de la apariencia, según se quiera mirar. He previsto cómo nos sentaremos a la mesa; cómo las parejas estarán unidas en ella; cómo yo quedaré solo. Surgirá, con seguridad, la pregunta eterna, el eco que siempre rebota en las palabras de mi amigo contra mí: ¿cuándo te vas a echar novia? En ese momento, ya he pensado la reacción: La felicidad del ser humano es voluntad del ser humano, individualmente. Las personas, a diferencia de las bestias, tienen la ventaja de la razón y su virtud mayor, elegir qué hacer, con quién y por qué. Mas no conozco análisis científico u documento que acredite el pensamiento de que sólo es feliz el que tiene pareja, pues la felicidad, como yo la entiendo, tiene tantas caras como hombres y mujeres pueblan el mundo’, le diré. Él contestará: pensando así te quedarás solo’. Yo replicaré: me da igual. Y entonces, seguiremos comiendo.

Previamente a saltar de la cama, había esbozado una poesía en mi cabeza y era mi intención el aquí reflejarla. Iba sobre un amor ideal, abrigado en el vientre de ella, que me preguntaba si creía que en el cielo había espejos, y yo le decía que no me planteara tal cuestión, porque sus ojos son los espejos del cielo. Ya veis que no hay poema, ni unos ni ceros. He escrito en virtud de imitar a un Séneca difuso.

11 dic 2011

Tiranosaurio Rex

De pequeño era un soñador. Imagino que todos los hombres lo fuimos alguna vez. Yo era muy especial en mis sueños, quizá sea lo que me hiciere diferente al resto de mis amigos. No interpreten estas palabras como si intentara explicar que yo era mejor, en absoluto. Siempre he formado parte integrante de la pila de chicos más común de todas: risueño, travieso, descarado sin mala baba, fanático de las miniaturas de coches, vicioso de las videoconsolas que no tenía. Lo sé, me parecía a cualquier otro chico de seis o siete años. La línea que me separaba siempre de los otros se ha encontrado siempre en la verosimilitud de mis ilusiones. La conexión entre la realidad y mis quimeras, la manifestación de ésta ha sembrado siempre el miedo en mi familia. Lo he aceptado, como una parte íntima e irrevocable de mi ser. Ningún médico encontró nunca argumentos para diagnosticar o descartar la esquizofrenia. Mi personalidad ha levantado profusas suspicacias.

Un episodio que recuerdo a menudo, acerca de la simbiosis entre mi mundo real y el ficticio, es el que me sucedió en las navidades de mil novecientos noventa y cuatro. Quizá fuere el noventa y cinco. Por aquella época, gracias a una película, desde las altas profundidades de la corteza terrestre, y como si hubieran resucitado, surgieron, más depredadores que nunca, los dinosaurios. Aquellos reptiles causaron sensación en todo el mundo representados en las pantallas de cine. Tal eventualidad no hizo sino desbocar el caballo de mi imaginación. Aquellos enormes bichos, de fauces inusitadas y asombrosas garras, me transportaron a los tiempos en que el Hombre, aún, no habitaba la Tierra. Recuerdo mis dinosaurios de juguete. Eran más que diminutas reproducciones que regalaban con los yogures. Conmigo habían regresado para dominar el mundo. Las batallas que tenían lugar en juegos extralimitaban la diversión infantil. Si hubiera tenido una cámara de vídeo insertada en mi cabeza y ésta hubiera registrado mis escenas jurásicas, la obra de Steven Spielberg quedaría hoy como una secuencia vacua, sin gracia.
El hechizo que sufrí por la presencia de estos animales, cada día, en mi televisión, me condujo a vivir una humillante velada, rodeada de todos mis compañeros de clase y del resto de la escuela. En mi colegio, siempre predispuesto a honrar a Dios celebrando todas sus fechas señaladas en el almanaque católico, se organizó una fiesta especial para el adviento. Nuestros padres nos llevaban bien acicalados a estos eventos escolares, como si el propio Cristo fuere el anfitrión. Era una cena de recaudación para los desfavorecidos: la cena del pobre, que la llamaban. Consistía en que cada comensal comiera una patata asada. Sólo los listos la condimentaban con mahonesa y tomate. No había muchos listos. Sucedió antes de empezar, en el camino de casa a la escuela. Recuerdo a mi madre gritándome que no corriera, que podía caerme. Era un páramo de tierra lo que había entre mi casa y el colegio. Había llovido el día anterior. Recuerdo cómo se transformó esa extensión de tierra uniforme en una selva prehistórica, de árboles como torres, de pájaros gigantes, de insectos mortales. Crecí varios metros de altura. Mis manos se convirtieron en garras. Era el rey de la Tierra. Era un Tiranosaurio Rex y así grité, porque un invasor merodeaba mi territorio y debía darle muerte. Clavé mis superiores patas en el suelo a cada brinco y corrí, haciendo temblar el terreno a cada paso, comprobando el miedo del invasor en sus ojos verdes salvajes…
El barro se introdujo por todas las ropas. Tragué un poco. Horribles sonidos produjeron mis manos intentando salir del fango. Mi madre acudió a rescatarme. Tuve que comer la papa, sentado con todos mis amigos, con barro hasta en los calzoncillos.

3 dic 2011

Nubes frondosas de humo

Enfermedad de ciudad, la mía. Encapotada como hoy, de grises y sombras. Ha llovido y pinta que caerá otra vez, el agua. Es una metáfora de la vida en esta ciudad, el cielo cubierto de gris. Nubes frondosas de humo, me gusta definirlo así, a este toldo melancólico. Digo que es metáfora de la vida en esta ciudad, porque este color me hace pensar en la enfermedad del mundo: la soledad de las multitudes. Como las cámaras microscópicas, que filman el movimiento celular del organismo, el tráfico, humano y mecánico, se desplaza por las carreteras y las aceras de esta urbe desprotegida de humanidad. La humanidad está sola porque el individuo parte del principio antropocéntrico que heredamos de los siglos pasados: pienso, luego soy un hombre; todo para el hombre pero sin el hombre... Y el hombre ha tomado tanta conciencia de sí mismo que, hasta a nivel genético, hoy, olvidó el mundo de los hombres.

Regurgita la ciudad escombros y hollín de interminables obras; renovarse o morir, que diría aquél. De polvo de cientos de renovaciones pasadas, se construye, el nuevo mundo, el planeta furtivo del humano versus humano. Los hombres buscan el sentido de la originalidad porque creen que no le deben nada a nadie más. La sociedad del tiempo exige carpe diem y te repite que el tiempo se agota. "Tic-tac". Supongo que será consecuencia de la postmodernidad, que el hombre busque las respuestas en sí mismo y haya quemado los libros en la fragua de la ética de mínimos. ¿Para qué luchar por el prójimo?, ¿es práctico seguir a los sabios que pregonan los elevados valores del bien en favor de la Humanidad? Tiempo ha, el hombre de la calle se abocó a la utilidad de las acciones. Bien que hago por mí, bien que recibiré. Mal que actúe para aquél, bien que pudiere recoger. Los conceptos incondicionalmente supremos, Bien, Belleza y Perfección, murieron como Dios, asesinados por falsos filósofos. 

El postmodernismo se ha hecho eco de millones de valores como voces que cantan, al son de lo fácil, el nuevo sentido del sentido común del hombre: tantos juicios hay, como hombres. Es una cuestión, dicen, de democracia, que haya que respetar las opiniones, incluso las apologéticas, de la violencia. La eterna dicotomía de lo bueno y lo malo es hoy en extremo difusa. Un jing-jang pintarrajeado. Frío. La ciudad se congestiona y respiro el vapor de los coches. Una mujer husmea las frases que escribo en el libreto. La he cazado. Gira la cabeza, no va contigo nada, pienso que dice. Somos raros los que observamos este mundo de mierda, pienso. Me doy cuenta que he pecado de soberbio, me he creído con la autoridad moral para juzgar a los hombres, desde una parada de autobús. Me culpo por ello.

Prometo que quería hablar del amor, en su expresión platónica, del ideal, no del enamoramiento. El acto centrífugo del alma, definido por Pfänder.  Me siento tan solo.

15 nov 2011

El río de las palabras sin eco

Blancas palabras son las palabras vacías,
en un océano de vacío, de estancadas aguas.
Una longitud inmensa de vacío
que se abre en la inmensidad de las leguas.

Sin horizonte ni fecha,
el calendario tacha los días en negro de luto,
con noches eternas de insondables dudas,
como flechas de viento en moribundas lagunas.

¡Oh! Soledad, colapso del ser,
ley del solitario minuto:
me ahogas en fuegos azules
como el mar resignado de la arena.

Privado de los frutos del mundo,
hallé las sombras blancas de las palabras
y remé profundo
en mi universo parlante de vacío.

Hondas estepas abisales ecallan en los confines de esta soledad,
grandes como el transcurso del río de las palabras sin eco,
infinitas como la diferencia entre el vacío
y un beso.

13 nov 2011

La doble victoria de la muerte

Despertar y correr fue una misma acción. La voz de mi madre conteniendo las lágrimas me anunció la inevitable noticia. La abuela había muerto. Al igual que ella, sostuve mis lágrimas, sin evitar que algunas huyeran fugitivas de mis ojos. Fue en ese momento, en el que el cuerpo se reinicia tras el sueño rutinario de la tarde, cuando el hecho, mortalmente, hízome dar cuenta que algo más que una vida había terminado.

Prisas. Los tacones acelerados de mi madre corriendo por los pasillos de casa. Cierre y apertura de los armarios. Peines arriba y abajo. Rugido del motor.

Tía Luisa aguardaba dentro de su casa. Cayeron de inmediato sus lágrimas a nuestra llegada. Entre sollozos la abracé. Ella te quería mucho, más que a tu hermana, me dijo. Tío Francisco se resistió a caer en esa fuente de lágrimas, en un ejercicio de fuerza que jamás hube conocido. Le brillaron los ojos hasta el sepelio y hasta aquí alcanzan sus actos en esta historia. ¡Ya basta!, ¡ya está bien! Rogaban a tía Luisa desde todos los flancos de su rama genealógica. No creo que sufrir sea una opción, pensé. La abuela reposaba el eterno descanso en su cama. Una fina colcha blanca le ocultaba el cuerpo hasta la parte superior del busto. Vi el cadáver. Vi lo que era la muerte cara a cara. Pero no me era extraña, pues la imaginaba así: inanimada, pálida, gélida. Comprobé que el gesto de la abuela había desaparecido. La muerte arrebata hasta el rostro, pensé. ¿Sigue siendo el cadáver un ser humano? ¿Qué es en realidad un cadáver? Si la vida, sea lo que fuere ésta; sea lo que fuera de lo que nos dota, vuela del cuerpo cual paloma blanca, ¿es acaso el cadáver la cáscara sobrante de nuestra existencia?... “Polvo eres y en polvo te convertirás”, resonó la Biblia en mi cabeza.

Aparecieron los representantes del seguro de vida y el médico. Pésames protocolarios a la familia. Mi madre, por algún motivo, se enzarzó en una discusión sobre la Iglesia y el catolicismo con el agente que, impertérrito, tecleó en su ordenador la hora exacta de la defunción: las cinco y media. El doctor confirmó la muerte de la abuela en varias maniobras con el cadáver que prima Carmen evitome ver. Ven conmigo, esto es mejor que no lo veas porque se te quedará en el recuerdo para siempre, me convenció tomándome del brazo hacia el salón, donde la gran parte de la familia se había reunido. En perspectiva, pasada la circunstancia, el consejo de prima Carmen puedo considerarlo hoy como el mejor que podía asimilar, porque yo quería ver cómo el médico agitaba el cadáver como el que remueve la tierra que siembra; haciendo suya mi idea de la cáscara. Quizá ese recuerdo se hubiera injertado gravemente en mi memoria. Introdujeron a la abuela en el féretro. Llantos agudos de la tía Luisa chirriaban en toda la casa, sin que sus hermanas le pudieran consolar. El velatorio, el responso y la incineración fueron un trámite matemáticamente calculado por los representantes del seguro y del parque-cementerio que duró algo más de un día.

Heme aquí, un mes después, cuando retomo el valor de contarlo en estas letras. Madrugada lejana que es ahora, me asaltan las palabras y las imágenes de aquella luctuosa tarde del 12 de octubre. No tienen que ver con mi abuela éstas, sino con el señor de la corbata que rellenaba el certificado de defunción… Es una doble victoria de la muerte que, no satisfecha con quitarnos la vida, nos confunde y hace creer que su trabajo es una labor burocrática. Como si necesitáramos un papel sellado y firmado para hacernos saber que la abuela ya ha tenido su tiempo en el mundo y que nunca jamás volverá a estar entre nosotros.


28 sept 2011

La flecha nunca volverá al arco, el humo nunca regresará al cigarro

La mente funciona a impulsos eléctricos. Un encadenado de neuronas, cuyo número se eleva a una cifra potencialmente superior al total de las estrellas de una galaxia, se conecta cual tela de araña en las profundidades del cerebro. El cerebro, timón de nosotros mismos, reacciona ante un acontecimiento, cualquiera que sea la índole de éste. Llámese acontecimiento cualquier eventualidad perceptible. Inmediatamente, en cuestión de micras de segundo, se suceden las conexiones neuronales. La tela de araña cerebral vibra, la mente sale al paso, cual arácnido. El cerebro es a la mente lo que el cuerpo para el alma. 

En mis diálogos con el subconsciente he llegado a plantear cómo sería vaciar el cerebro para matar a la mente. ¿Debería cortar la corriente eléctrica neuronal? Supondría la muerte, me recuerda siempre mi yo interior. ¿Puedo eliminar el pensamiento de mi cabeza? Esta pregunta te conduce a la anterior cuestión, pues eliminar el pensamiento sólo es viable cortando la corriente eléctrica neuronal, es decir, supondría la muerte, vuelve a golpearme con la realidad mi subconsciente. Pero... ¿Y si detengo el tiempo? Aceptando como axioma que nuestra existencia se debe a una realidad espacio-temporal, la paralización del tiempo supondría la paralización del espacio. Frenar el avance de estas dimensiones eliminaría el acontecimiento y la reacción. Si no hay realidad, no habrá corriente eléctrica; no habrá pensamiento. Vuelas muy alto y en cielos nublados, me interrumpe el subconsciente. De ser factible la detención del espacio-tiempo quedarías atrapado físicamente en él, porque recuerda que existes en el espacio y en el tiempo y la violación de estas leyes universales acabaría con todo lo que conoces. La única posibilidad que tengo es la de regresar al Big Bang, pienso. Pero el tiempo y el espacio no existían antes del Big Bang. Además, recuerda, me explicaba el subconsciente, el universo corre hacia adelante en una sóla dirección desde el momento de la Creación y la carrera es imparable en un movimiento único y general de expansión. El universo explotó el primer segundo de la historia de todas las cosas y sólo cuando la expansión acabe, puede que el universo implosione sobre sí mismo y el tiempo y el espacio vuelvan a sus orígenes. No obstante es un futuro acontecer muy hipotético. Pero iríamos hacia atrás, hacia lo que hemos vivido. Sería algo así como rebobinarlo todo...  La reacción adelantaría a la acción, pensé. Deja de volar. La flecha nunca volverá al arco, el humo nunca regresará al cigarro. 

Mi subconsciente suele ser un ente sensato, más que yo. Aquí acabamos normalmente estas conversaciones en forma de bucle. Una vez callados los dos, me quedo mirando a ninguna parte, procurando no pensar en nada para intentar escapar de mi habitación espacio-temporal.

24 sept 2011

Equivocarse o morir

Equivocarse o morir. La razón de las primeras impresiones, la primera percepción cuando unos ojos te arrebatan. Porque ella me arrebató. Porque percibí que no estaba confundido. El sentimiento era cierto hasta el extremo de quedarme junto a ella toda la noche, fuera donde fuera. Aunque se irá, lejos, tras esta noche. Marchitará el sentimiento en los kilómetros y las horas que nos separarán.

Por sólo una noche quise permanecer a su lado, cerca de las pecas rosáceas de su nariz, cerca de su noble candidez, cerca de sus ojos verdes... Quise que su cuerpo albergara mi cuerpo.

21 sept 2011

Llega el otoño


Hace fresco y las ancianas lo perciben. El otoño planea a finales de septiembre en el Mediterráneo pero, no llega a instalarse hasta entrado el mes de octubre. Se nota, se nota. Insisten las ancianas sobre cómo ya refresca a media tarde. Varios grupos de amigas hablan, juegan al parchís y toman el aire fuera de las estancias interiores de la residencia. Adentro, varias ven la televisión en el gran cuarto de estar. Abuela nos recibe y al momento reclama ir al baño. La agarro para levantarla del asiento. Se va con una enfermera. Una anciana reclama, angustiosa, infantil, terminal, por Juan. Éste se enfada y le grita que después irá, que está ocupado conversando. La anciana calla un minuto y el regreso del reclamo enturbia la estancia. Una enfermera le pregunta qué deseaba y la vieja reconoce que no necesitaba nada, que era una tontería. Se calla definitivamente. Todas siguen viendo su televisión y una de ellas se me acerca para decirme que ella y mi abuela se conocían desde pequeñas y que sus caminos se separaron hace mucho tiempo, para unirles ahora. No terminé de creerle a pesar de la dulzura de su rostro, aunque quise creerle porque la historia podría llegar a ser hermosa. Sólo por eso. Continúan en la estancia viendo la tele. Observo y establezco mentalmente una imagen de analogía entre la figura de una de las ancianas y la de una persona más joven. Son iguales en postura y gesto, determino.Ver la televisión nos hace semejantes, concluyo.

Es la hora de comer. Todas se marchan al comedor recogidas en sillas de ruedas. La estancia se queda vacía. Aparece 'Cirilo', el recogedor de taburetes. Taburete que ve suelto, taburete que coloca patas arriba sobre los sillones. Tras su tarea, se queda pasmado mirando la televisión a un palmo de ésta. Se quedó una hora en la misma postura, de pie. Se movió para coger un plato de comida. Pero volvió. Es un residente repudiado como el loco del lugar. Sus ojos blancos, en plenitud de ceguera, su labor de maniático recogedor de taburetes, justifican la inquina con la que es recibido entre residentes, enfermeras y visitantes. También me dijeron que era sordo, aunque le vi anteriormente en la calle, sentado en un banco agarrando una radio cerca de la oreja. Nadie conoce a nadie, pensé.


Hasta aquí todo lo habitual en lo que corresponde con el diario de los días en la residencia. De repente salta una pelea. El señor Manuel se enfrenta a cuatro enfermeras porque se habían llevado a su mujer a la habitación y no le dejaron darle un beso. Las enfermeras se le echan encima y culpan a su mala cabeza por no recordar que ya le dio un beso y fue entonces cuando le condujeron al cuarto, a dormir. El señor Manuel vino a mí y me contó su versión de los hechos. Necesita darle un beso a su mujer antes de separarse de ella. Y aunque se pase todo el día dándole besos, como afirmaban dos residentes presentes en la conversación, él tenía que besar a su esposa antes de acostarse porque llevan juntos desde pequeños y porque es su mujer, su necesidad. Se define como un incomprendido el señor Manuel porque sólo le puede entender aquel que quiera entenderle. Se va. Me confirman que Manuel tiene habitualmente esa pelea. Luchar por un beso es su rutina. Hay que pelear hasta por los besos, me indigné.


Abuela está en la cama tumbada. La luz apagada. Su compañera de habitación parece albina en la penumbra. Son casi las nueve y es muy tarde. Le prometo que volveré más a menudo y ella me dice que así lo esperaba.

16 sept 2011

En compañía de la soledad del otro ante el espejo

Más allá del rostro,
máscara espesa de la falsedad,
se ahoga la duda
que atrapa mi verdad.

Efímeros pensamientos,
océanos de porqués,
disfrazan las tardes
de mi soledad.

Fríos caldos de angustiosas preguntas,
cucharas de melancolía,
repiten el silbido
que me empuja hacia atrás.

Más allá de mí se acaba el mundo,
en compañía de la soledad del otro ante el espejo,
con las palabras vacías y la vida
mirándome pasar.

4 sept 2011

Impotencia

A la hora de hablar es cuando compruebo in situ mi aversión hacia el diálogo. Es ser interpelado y tartamudear como si sufriera de hipotermia. Las sílabas se me enredan en la lengua y es como un circuito roto. Me latiguean a calambres. Cuando sucede el cortocircuito el discurso que quería pronunciar se evapora en el limbo. Las caras de los que me atendían se disfrazan de respeto, del respeto que se muestra ante el vagabundo que pide dinero sosteniendo un cartón con faltas de ortografía. Me doy por desentendido y reduzco el volumen de la voz hasta un estrato inaudible. A nadie le importará lo que dije. Así pueden continuar con la conversación en la que, obligado por una alusión directa, me he entrometido. Mi cabeza vuelve entonces a las musarañas. Siento una silenciosa impotencia cerebral. Una invalidez. El otro día pensé que era un tetrapléjico social. Parece que nunca estuviera en el momento indicado y en el lugar adecuado cuando nace una conversación. Hablar... ¿Para qué? No sé de nadie que pudiera interesarle una de mis batallas. Al que le interese se dará de bruces cuando me quede sin palabras al principio de la historia y del círculo de alusión directa, palabras, cortocircuito y cara de respeto. Una conversación puede llegar a ser muy desagradable. Cuando me preguntan por qué detuve mis palabras siempre digo no sé;  no importa. Y la situación se agrava en la insistencia, la crítica. Soy humillado, aunque sonrío para esconder que tienen razón.

La compañía del silencio es más reconfortante. Puedo controlar dos voces pero nunca una tercera. Mi condición de minusvalía, intratable, tiene otras manifestaciones. Porque puedo observar un dibujo durante horas y sólo sabré decirme que es hermoso o feo. Con una palabra firmo una descripción. Se me escapan los matices. Si el dibujo es hermoso diré que es hermoso. Si es feo, diré que es feo. Quisiera extenderme y elaborar una crítica más sustanciosa, pero sería bucear en el fango de mis limitaciones.

Como tetrapléjico social, prudentemente quiero ser un hombre educado. Yo escucho; o me lo hago. Soy reservado como consecuencia. Hay una frontera para mis sentimientos. No quiero conocer a una mujer porque la vergüenza me sale de los poros. Porque puede que incluso vaya a peor y la frontera desaparezca. El círculo se tiñe de rojo cuando es una mujer. Grabo las palabras que le diría y cuando regreso, hastiado por la invalidez, tomo el teclado en estado literario. Me sobreviene entonces el insomnio porque no encuentro consuelo en escribirle, de madrugada, un poema que ella nunca leerá.

2 sept 2011

Quince años sin ti


Lloré a raudales como si el futuro se me hubiera revelado. Tanto lloré recogido en tus rodillas, suplicándote que no te fueras, que te quedaras conmigo, con todos nosotros. Vi tu torso desnudo y es el recuerdo último que tengo de ti. Y por dios juro que algo intuí. Porque seguí llorando cuando el coche se alejaba y tú te quedaste en casa. Nunca fui lo suficientemente cabezota como para llegar a convencerte de nada. Desde aquel día nadie me quita de lo que quiero hacer, no vaya a suceder lo que te sucedió. No conseguí que vinieras con el resto de la familia a pasar el día en el campo, que es así como se llama de toda la vida a la segunda casa de tita Conchi. 


No fue aquél un domingo diferente. Muchos primos, comida, charlas. Mamá sintió algo extraño en su vientre… Un dolor le sobresaltó mientras hablaba con las titas. Hoy pienso que fuiste tú quien lo provocó, que tu alma recién exhalada se aferraba a ella. Pero, al igual que yo no tuve la fuerza suficiente como para romperte la muñeca y llevarte con nosotros la última vez que nos vimos, los brazos que extendió tu alma sólo agitaron el vientre de mamá. 


Y la noche de mamá, sentada al lado del teléfono esperando tu llamada... Te buscó por todas partes desesperadamente. Fue a la mañana siguiente cuando todo se acabó. La radio informó que un ciclista había fallecido en la carretera y eras tú el caído. Nuestra familia se rompió como tu cráneo. Mamá, hermana y yo vimos nacer lo que hoy somos. Me ocultaron que habías muerto durante dos semanas. Fíjate si ya era estúpido que le pregunté a mamá cuándo te haríamos una fiesta de bienvenida, porque yo pensaba que ibas a volver...


Si te digo que te echo de menos me creerás porque sigo llorando tu ausencia. Si pienso en ti se me cae la vida. Si pienso en lo que me gustaba salir contigo en bicicleta comprendo por qué hoy la necesito. Si soy sincero dudo que me hayas oído alguna de mis oraciones. Porque rezo por ti todas las noches y no soy creyente. Creo que nuestro tiempo pasó y nunca más estaremos juntos. No tengo alma, papi. la mía se desvaneció cuando nos dejaste. Quiero creer que la tuya a veces me visita. Quiero creer que tiene sentido vivir quince años sin ti.

15 ago 2011

Arrastre

Me arrastro por las aceras, tras los pies. He decaído tanto... No me soporto. Todo me hace enmudecer de vacío. Me postro frente a las adversidades por las que soy conducido a la dejadez y la pereza. Tengo inquina a levantarme. Tengo inquina a la vida. Vivo porque no tengo otra cosa mejor que hacer.

8 ago 2011

El adiós del soldado

Mi amada, luz de mi corazón: a ti honraré mi sacrificio si mi aliento claudica en la batalla. No llores por mi destino, alma mía, tus penas debilitan el fuego de la victoria y pliegan mis brazos sobre el suelo del hogar que al partir añoraré. Eres y serás mi aliento, amada mía. Eres el presagio que me devolvió al sendero de las brillantes estepas. Con tus ojos como guías y tus consejos dignos de la mismísima Minerva, la preclara. Tus sabias palabras hervirán en mí como dagas del infierno. Juzgaré a los enemigos de esta guerra con tu instinto. Les golpearé con mi espada como si en la empuñadora llevara uno de tus rizos negros como la noche antes del alba. Si hubiere soldado que quisiere arrebatarme el corazón para posarlo en las raquíticas manos de la Muerte, con la embestida de diez hombres habrá de acometerme para no yacer en la hierba que sus compañeros regarán con sangre. ¡Oh! ¡Mi reina! Los dioses me llaman a la gloria. Roma ha solicitado mi sangre para luchar contra esos bárbaros de Tracia. Roma es la gloria, amada mía. Combatiremos por el Emperador, por el Imperio, para hacer un mundo más justo; para eliminar las hordas de villanos que colapsan de cadáveres nuestras montañas. Juro por Júpiter que los tracios regarán de lágrimas y sangre las tierras que nos han robado. Los romanos vamos a morir por nuestras mujeres y por nuestros hijos, para que en el futuro, el pecho se les hinche de orgullo al relatar nuestras hazañas. ¡Amada mía! La batalla no será un trabajo sencillo. Muchos hombres caeremos en la arena por alcanzar los propósitos que Roma nos ha encomendado. Mi cuerpo es carne de flecha, de puño y de espada. En el torrente; en el fragor de la batalla, puede que mi corazón deje de latir. Y vertería mi sangre lejos de la morada donde fui un hombre feliz. ¡Que los dioses no lo quieran! La Muerte no entiende de armaduras ni escudos. Seré tan frágil y mortal como un esclavo ante los caprichos de su señor. No habrá hierro que me salve de una espada que me penetre las costillas. He aquí, ante este hipotético y tan posible destino cuando dejaré de ser un hombre. Mas no ocupa mi mente el momento en que se me escape el alma, sino el terror de no ser tuyo para siempre. ¡No serán tan crueles los dioses si fueron ellos quienes nos unieron! ¡No lo serán si contemplaron el parto del fruto de tu vientre! ¡La estrella más hermosa del cielo! Cuida del primogénito, de esa dulce criatura que tantas noches nos ha despertado. ¡Por Apolo! Agradezco todos los amaneceres a tu lado después de prodigarnos en el amor… Agradezco la noche que entré en tu cuerpo para sembrar nuestra pequeña maravilla. ¡Mi señora! Que los dioses os protejan en mi ausencia. Que los dioses te hagan menos sufrida la espera... No te aflijas si me retraso demasiado. El pequeño es ya tan astuto que puede percibir tus pensamientos. Haz que piense que sólo estaré fuera por muy poco tiempo. Que llegaré tan pronto que no creerá que me fui; que no creerá que estuve matando a otros hombres. Cántale los poemas que yo mismo le canté mientras dormía, para que me tenga presente. Bésale la suave piel cuando beba de tus pechos y hazlo de forma que parezca que yo también le estoy besando. No le beses rápido, sino fuerte y pausado, como yo lo hacía. Sean cuales sean las nuevas que los mensajeros porten, cuéntale cuánto le quiero y prométele que volveré. Late en mí su corazón y nuestros dos corazones juntos serán siempre más valientes que el mío en solitario. ¡Por todos los dioses que regresaré! Como el destino me depare, pero volveré a vuestros brazos sea a pie, tumbado en un tablón de madera o cabalgando a los lomos de Pegaso, en la forma de un sueño. ¡Amada mía! Júpiter ya me quema el rostro desde el horizonte. Adiós, mujer. Ora por mí y por mi fortuna. Es la hora de enfrentarnos a las garras de la Muerte. Es la hora de Roma y de sus honorables soldados.

1 ago 2011

Interdimensional


Qué feliz soy. Voy a explotar de alegría. La fortuna me sonríe aquí y allá, en todo lo que hago y en lo que me dispongo a hacer. La fuerza de mis sonrisas rebota en las paredes, en los suelos y en las nubes. ¡Cómo me gustaría ser tú! Siempre tan armonioso, nutriendo de goce a quienes te acompañan. Me lo dicen todos mis amigos, sin envidias, pues esta felicidad no se envidia, sino que se admira. Un lujo que, compartido, es aún más placentero. Diría que más digno, también bello y honesto, pues en mi felicidad comunico con todo lo tangible, y lo imperceptible me habla sutil, como el silencio de los gorriones. El mundo de mi felicidad me llena, rebosa todo. Soy el dueño de un elixir eternamente cuestionado. Cómo obtenerlo, cómo perderlo. ¿Es inmanente al ser o es sólo artificial? Tal vez sea ambas, porque puede que hayamos nacido con él y que el tiempo para unos lo haya convertido en camino, razón de vida y para otros en cuento de cigarras, hormigas y brujas para que al final todo sea una moraleja de lo que vivieron. ¡Qué me importa! No lo sé. Soy feliz y puedo demostrarlo, porque todo me sale bien. Las mujeres me saludan, los niños quieren jugar conmigo y siempre tengo cosas interesantes que hacer. Mi mente ocupada y el ego adscrito al amor de una princesa. Ella y yo hacemos el amor en la plenitud de los espíritus libres y nos quedamos dormidos juntos, con su mano en mi pecho y mis labios besando sus cabellos. Y mi nariz huele su piel y su presencia...
Hay quien dice que las mejores historias nunca ocurrieron, que fueron inventadas por personas que, en su búsqueda de la felicidad, imaginaron saltos interdimensionales para soñar realidades lejanas de sus realidades ingratas. Los hombres como yo somos los autores de esas historias. Porque no nos llena más que el sueño de creer en dimensiones paralelas. No tengo otro sueño que ser otra realidad distinta y no la que soy. Soy la representación de un vacío. Un espejo roto. La espina mayor de una zarza. Saltaría a la dimensión que antes escribí con los ojos vendados, pero no puedo porque no existe imaginación tan prodigiosa. Millones de clavos me impiden despegar de este espacio de cuatro paredes y puerta gigante.
Podría pedir ayuda pero eso es de cobardes. De inútiles cobardes. Porque siempre me dijeron que lo que ves es lo que hay y me quedo siempre sin palabras. Me dejan sin argumentos con la franqueza de la cruda realidad y el testigo de los hechos. No puedes seguir así; estás perdiendo el tiempo; la vida está ahí fuera; parece que estás hibernando... Me acusan a la mínima ocasión y me recriminan que dejé de ser el que fui. ¿Quién fui?, ¿he cambiado tanto? respondo si no quedé paralizado. Sabes lo que tienes que hacer...¿Qué?pregunto yo. Se sorprende quien me aconseja. Espero paciente a que me explique lo que tengo que hacer, anhelante, pensando por qué ya me lo había dicho antes y por qué le ignoré. Y se me queda mirando, envenado de rabia, señalándome detrás del espejo: ¡Despierta!