Enfermedad
de ciudad, la mía. Encapotada como hoy, de grises y sombras. Ha llovido y pinta
que caerá otra vez, el agua. Es una metáfora de la vida en esta ciudad, el
cielo cubierto de gris. Nubes frondosas de humo, me gusta definirlo así, a este
toldo melancólico. Digo que es metáfora de la vida en esta ciudad, porque este
color me hace pensar en la enfermedad del mundo: la soledad de las multitudes.
Como las cámaras microscópicas, que filman el movimiento celular del organismo,
el tráfico, humano y mecánico, se desplaza por las carreteras y las aceras de esta
urbe desprotegida de humanidad. La humanidad está sola porque el individuo
parte del principio antropocéntrico que heredamos de los siglos pasados:
pienso, luego soy un hombre; todo para el hombre pero sin el hombre... Y el
hombre ha tomado tanta conciencia de sí mismo que, hasta a nivel genético, hoy, olvidó el mundo de los hombres.
Regurgita
la ciudad escombros y hollín de interminables obras; renovarse o morir, que
diría aquél. De polvo de cientos de renovaciones pasadas, se construye, el
nuevo mundo, el planeta furtivo del humano versus humano. Los hombres buscan
el sentido de la originalidad porque creen que no le deben nada a nadie más. La
sociedad del tiempo exige carpe diem y te repite que el tiempo se agota.
"Tic-tac". Supongo que será consecuencia de la postmodernidad, que el
hombre busque las respuestas en sí mismo y haya quemado los libros en la fragua
de la ética de mínimos. ¿Para qué luchar por el prójimo?, ¿es práctico seguir a
los sabios que pregonan los elevados valores del bien en favor de la Humanidad?
Tiempo ha, el hombre de la calle se abocó a la utilidad de las acciones. Bien
que hago por mí, bien que recibiré. Mal que actúe para aquél, bien que pudiere
recoger. Los conceptos incondicionalmente supremos, Bien, Belleza y Perfección,
murieron como Dios, asesinados por falsos filósofos.
El
postmodernismo se ha hecho eco de millones de valores como voces que cantan, al
son de lo fácil, el nuevo sentido del sentido común del hombre: tantos juicios
hay, como hombres. Es una cuestión, dicen, de democracia, que haya que respetar
las opiniones, incluso las apologéticas, de la violencia. La eterna dicotomía
de lo bueno y lo malo es hoy en extremo difusa. Un jing-jang pintarrajeado. Frío.
La ciudad se congestiona y respiro el vapor de los coches. Una mujer husmea las
frases que escribo en el libreto. La he cazado. Gira la cabeza, no va contigo
nada, pienso que dice. Somos raros los que observamos este mundo de mierda,
pienso. Me doy cuenta que he pecado de soberbio, me he creído con la autoridad
moral para juzgar a los hombres, desde una parada de autobús. Me culpo por
ello.
Prometo
que quería hablar del amor, en su expresión platónica, del ideal, no del
enamoramiento. El acto centrífugo del alma, definido por Pfänder. Me siento tan solo.
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