28 ene 2012

La venganza senequiana

¿Qué nombre tiene la sensación del despertar cada día y saber que no va a suceder nada diferente de ayer? Deberían crear un neologismo que defina este concreto sentimiento, pues tantísimos despiertan padeciéndolo, porque se parece a una enfermedad; hasta podría ser el síntoma de una. Conocéis de qué estoy hablando. Es de suponer que el número de pacientes que necesitan terapia psicológica ha aumentado, pues este mundo ruin les obliga. En este último punto, los que no me entendéis, dejaréis la lectura. Punto final. En cambio, vosotros, los que seguís la parrafada lo hacéis porque sufrís la sensación de la que os hablo. No os incomodéis los que hayan pasado por la consulta, no os juzgo. Yo pasé por una varios años y sé que no estáis locos. Sé que somos como somos y hasta ahí la vida pertenece ineludiblemente a cada uno. Los supervivientes de la parrafada y yo somos los que hemos tachado los días del calendario con cruces que bien podrían ser cadenas, porque, tales días que contemplamos sucederse se encadenaron unos tras otros iguales, sempiternos, infinitos. Eran un yermo el camino y el destino. Atravesamos eriales en la nada. Hemos vivido sexagesimalmente, esclavos de un tiempo inútil.

Quisiera rellenar papeles enteros, a base de pintarrajos, descargando mis ansias de venganza contra ese tedio que me ha inundado tanto tiempo. Y quiero hacerlo de veras, porque ha dejado a mi alma en coma y considero un crimen el casi matar a una persona. El tedio aprieta y ahoga, como hace Dios. El tedio es una sombra oceánica, que te atrapa con su agua embravecida, donde nadar para salvarse es hundirse peleando contra la fuerza de la naturaleza. No le voy a dar el gusto a esta depravación del ánimo. Tengo una venganza más dulce que proferir gritos sobre un papel. He superado ese laberinto líquido que es mi yo contra yo mismo. Esperando la ocasión, combatiendo senequianamente. Acepté resignado el naufragio de mi vida pero descubrí, cuando me despedía, que pisaba tierra firme a pesar de la vasta tormenta que me paralizaba. Así como el más débil rayo de sol se cuela entre las nubes más oscuras, la suerte más inesperada fulmina la más profunda desesperanza.

No fue el de hoy un despertar moribundo y estéril. He tenido que salir a prisa porque perdía el autobús. Tenía mil tareas que cubrir para dar solidez a esta nueva aventura inesperada que es el primer día de mi nueva vida. Reconozco que he tenido la mente distorsionada las últimas cuarenta y ocho horas, pero, ¿quién no se conmueve cuando asiste al umbral de su futuro? La vida me ha dado una oportunidad y no rehúso los consejos en forma de metáforas, especialmente la que dice que tengo que coger el tren y que, cuando éste me deje en otra parte, he de estar atento y ser puntual para coger el próximo. Me encontré a la que fuera mi profesora de latín al mediodía. Me ha aportado palabras de pausa para el vértigo. Ella es la persona que más sabe de palabras que he conocido nunca. “Hay que ser fuerte y salir hacia adelante. Si hacemos caso a los que dicen que nada va a cambiar, que la situación es proclive a empeorar, les hacemos el juego”. Me he quedado con esta frase a la que creo que nadie podría objetar nada…

Pero el mundo sigue cuesta abajo aunque yo haya enderezado el mástil. En los noticiarios informaban de los millones de personas que no tienen trabajo en mi país. En la calle, los vagabundos se amontonan. Hasta uno me ha implorado, ebrio, que le saludase y, al ver que le ignoraba, me ha insultado. Me duele subirme a la bandeja positiva de la balanza de mi hogar y contemplar tan lejana y tan clara, la negativa, porque no es justo. Sin rodeos: en un lugar donde millones de personas suplican por trabajar, millones rezan por no perder su empleo y unos cuantos se regocijan el ego sumando ceros, es un lugar donde reina la injusticia.

El rayito de sol que hoy calienta mis manos no brilla para todos.

16 ene 2012

Mi crisis de humanidad

El agua estancada adquiere una tonalidad verdosa, el color de la polución. Es un signo de contaminación, señal para no se beba. Mis mejillas tienen ahora ese color nuclear cuando me planto ante el espejo. Me he estancado como el agua de una piscina después del verano. Crecen los renacuajos en mis pupilas verdes fluorescentes. He puesto mi vida en el límite entre el retorno a la nada y la depresión del vacío, en el erial donde mirar más allá es gastar el tiempo. En síntesis, quemo las metáforas; honestamente admito que atravieso una crisis de humanidad, una recesión espiritual. Créanme que no se trata en este caso de un vuelco sobre mí mismo, una huida a mi interior para descubrirme más profundamente y hallar las respuestas. Es ésta una recesión en tanto que es marcha atrás sobre los pasos, paulatina; como un alzhéimer de los pies que olvidaron que se camina hacia adelante. ¿Qué me ha puesto en estas lides?, ¿quién soy ahora?, ¿cuándo dejé de progresar si es que  acaso lo hacía…?

He caído en la cuenta que el dinero es el progreso y el estancamiento. Me conturba razonar como incuestionable la dependencia económica del individuo; la causa aritmética y proporcional de más dinero igual a más poder y, dando un rodeo a esta espiral escalonada, determinar que sin un billete no somos nada. Me estallan las sienes de tanto rasgarlas. De no ser porque tengo hogar y familia, pudiera considerárseme un mendigo. A decir verdad, soy vagamundo. Económicamente vivo de la caridad de mi familia, que ha visto el nido de piojos entre las costuras de mi cartera. Familia y amigos me miran, cómplices, y sacan dinero extra de sus billeteras para que el peso de mi incapacidad monetaria no recaiga tan fuerte sobre mí. Se equivocan si me creen más tranquilo cuando lo hacen, ocurre lo contrario, pues otra carga mayor me quiebra las rodillas. Siento en esos momentos de caridad, restallando sobre mi espalda, los latigazos del demonio sobre las turbamultas de pecadores. Y mi frustración se apunta una más para torturarme de madrugada. Quizá ésta me impulse a beberme libros de filosofía, de los que dicen que es mejor ser hombre bueno y no tener nada pues nada material podrá ser robado; que el hombre sabio se pasa la vida aprendiendo a morir. Pero estos libros son, al fin y al cabo, para el nivel de hombre que soy, un jarabe fungible. Me aferro a la filosofía para no ser llevado por el huracán de la locura y de la depresión, porque sería una elección inteligente volverse loco para olvidarme de todos mis males y los del mundo.

Mi pobreza trasciende mi alma. He imaginado cómo sería zarandear a un tecnócrata, este ser tan vanguardista que perdona a los hombres que acuchillan a la humanidad. Tengo una visión distinta ahora, de la violencia. Los tecnócratas se amparan en la democracia y en la necesidad para erradicar libertades y para mí, eso es violencia. ¿Acaso no es violencia atar a un pájaro?  No para ellos, que sólo ven violencia después de la sangre. Dados estos argumentos, soñé que agarraba a uno de estos personajes de chaqueta y corbata, de la pechera, ante cientos de personas, que me alentaban a seguir, ardiendo de rabia, con lágrimas cayendo. Pero entonces el sueño se hizo verosímil y aparecieron varias patrullas de policías con cascos, porras y escudos que, después de disolver a golpes al pueblo reunido, me apalearon y metieron en un furgón azul…

Fabulé que era director de cine y que me proponían hacer una película de la sociedad actual. No me fue difícil proyectarla en mi mente: Nueva York, Londres, Madrid, Berlín… Grandes planos grises de las grandes ciudades del planeta y de sus espacios más representativos. El día está nublado en todas ellas y sólo hay muñecos hinchables en las calles, de los que se compran para masturbarse: desnudos, inexpresivos, quietos. En las pantallas de televisión, los tecnócratas señalan el camino de la humanidad.

Será razón de mi crisis esta nefasta percepción del mundo.