31 dic 2010

Las diez y cuarenta y dos minutos del treinta y uno de diciembre de dos mil diez


Hora y dieciocho minutos. Las doce serán tras ese tiempo. Son minutos de recuerdos, de llamadas de teléfono, de más recuerdos… Y el mundo sigue adelante en sus fechas, terco en su avance y obstinado. Los que atrás quedaron en el recuerdo perduran o en el olvido yacen. También los propósitos yacen, con las ilusiones, en la misma lápida.
Minutos, minutos, minutos. De una campana surgirá el nuevo año. Minutos para pensar en ella. Minutos para pensar en ella hasta el repicar. 2011 dirá si viviré de los recuerdos o de los sueños. Yo, diré, contra la inexorabilidad del tiempo, si quiero seguir viviendo de tales desviaciones del alma… Soñar. Recordar. No hay peor memoria que la que guarda el amor imposible. No hay peor sueño que el recordar que la amo.

30 dic 2010

Ella y el agua

Mar. Plata. Mar y plata. Azul. Azul por todas partes. Aura sobre el mar, un punto naranja en el firmamento. Tierra. Arena. Pasos. Huellas. Las nuestras en la orilla. Oleaje tímido, oleaje paciente. Pies mojados, pies en agua; los nuestros. Desafío. Propuesta. Reto. Agua hasta el cuello; los cuellos. Juego. Manos unidas. Aire. Escondite submarino. Resistencia al lecho marino y su ausencia de aire. Ojos. Los unos frente a los otros. Los nuestros. Reflejos de sol en los ojos, en los cuerpos. Burbuja. Burbujas. Vencedor cercano de la afrenta. Leve angustia, sin aire. Juntos. Senos próximos. Cinturas. Beso. Bajo el agua. Ausencia de aire. Escondidos. Mar. Plata. Azul. Ella por todas partes.

25 dic 2010

Venganza


Alivio de sinceridad,
alivio obtenido
de limpiar arenas movedizas
en la alfombra.

Venganza necesitada de la angustia,
litigio de uno mismo contra sí.
Vendaval organismo,
escribir los medios sacia.

Complacencia vacía,
llana existencia de iniquidad existencial.
Sapiencia de inutilidad,
conciencia de la muerte fracasada,
más allá de tardía.

Las noches buenas



Se cerraron todas las puertas; señal de que la cena podía comenzar. Cada uno se sentó en su respectivo asiento. Todos tenían bordados en oro las iniciales de sus nombres. Los acordes del piano resonaban el primer pentagrama de una obra de Chopin. Cuatro verticales cuadros de los cuatro valerosos personajes de la familia Abades de Letanía presidían las paredes del barroco salón comedor del castillo: Doña Clotilda y Don Eustaquio, los duques; Priscila y Ferlosio, los hijos herederos. Doña Clotilda hizo ademán de levantar el cetro, de orla ambarizada, cuando uno de los cuatro sirvientes ya se postraba, esclavo, al lado de la noble oreja de la Señora. –No dejes que mi copa se vacíe. Obediente, el servil mayordomo retuvo toda la noche las botellas de vino francés entre sus manos para cuando fueran requeridas. El fuego de la chimenea del siglo XVI vencía el frío del castillo y dotaba de un calor sobrante las pieles de toda la familia reunida; ataviada toda ella con las vestiduras largas de las épocas de la gloria excelsa. –Brindemos, mi amor, brindemos hijos míos –propuso altivo y elegante Don Eustaquio– porque la avaricia nunca rompa el saco. Ceremoniosamente bebieron todos el néctar de sus copas. Las velas de la araña del techo no habían derretido una gota de cera.
–¿A qué viene ahora esa discusión? –le recriminó Ana a su hermana Teresa. –¿Qué me dices a mí? La cuñada de ambas había llamado al teléfono para reprender el comportamiento de Teresa con Miguelito; el hijo de una y sobrino de las otras. Como clamando a los cielos, agitando ambos brazos, Ana lamentó la actitud de la conflictiva Teresa: –Si sabes que Miguelito es un chivato ¿para qué dices nada delante de él? –Yo no dije nada. ¡Menudo sinvergüenza! Habrá ido tergiversando mis palabras. El belén reposaba sobre papel de aluminio, encima del mueble de los licores. Las figuritas del bazar marroquí: José, María, El Niño, Los Reyes Magos y los camellos. En la televisión, Darío y Marta seguían, aburridos, el espectáculo somnífero de unos bailarines vestidos con neoprenos de buzo. La abuela Serafina, con su bata beige, sus arrugas y su áspera respiración, se había apoltronado toda su dilatada voluptuosidad centenaria en el sofá desde que vio la luz por la ventana. –Ésta es una hija de puta –le explicó a Darío señalando la dirección en la que Ana y Teresa disponían la ensalada y algunos aperitivos. No había plato especial para esa noche. Otra pelea más en casa de los Téllez en Nochebuena. No perdonaban ninguna.
Pedrito y Susanita brillaban de alegría cuando Papá Noel llegó por fin a la octava planta. Le abrazaron fuertemente y le besaron con todo el cariño que supieron ofrecer. Gritaron emocionados y corrieron mucho para romper, con vehemencia inocente, los regalos recibidos. Plastilinas para Pedrito, muñeca para Susanita. Los padres se afanaban en grabar la felicidad de los niños estrenando juegos. Gran parte de la familia, entre primos y hermanos, se congregaron en la salita para atestiguar sus dulces sonrisas. –Luisito no puede levantarse. Está frito –comentó tía Adela, que se había acercado a la cama donde el pequeño dormía para anunciarle la venida de Papá Noel. Le habló bajito. Le quitó la manta. No hubo manera. Los padres de Pedrito le habían prohibido abrir el regalo de su hermano Luisito; contra su perseverancia para conseguirlo. –Adiós Lola –le dijo tía Claudia a la disfrada Papá Noel que marchaba para cumplir más ilusiones. Todos los que conocían tal evidencia rieron a carcajadas. Susanita y Pedrito fabricaban hamburguesas con todos los colores de la plastilina, sin percatarse de la verdad que les sería revelada años más tarde.
Recogió el cartón del suelo. Un fino charco había humedecido la superficie del brik de vino. Llovía en la calle y el agua también llegó a la escalera resguardada por el tejado de la oficina bancaria. Sustrajo el vino por fe. Varios lucharon para agarrarlo del contenedor de basura. Huyó tras patadas y amenazas de los compañeros indigentes. –Buena cosecha. Excelente sin duda. Manjar de ricos y anhelo de pobres. Elixir liberador de mentes –hablaba en voz alta, sosteniendo la caja. Una manta de cuadros rojos le cubría desde hacía no sabía cuantos años. Decenas de rasgaduras poblaban la tela. Tumbado bajo su cobijo tocaba a su fiel amiga. Sufría un dolor en la costilla a causa de la guerra por sobrevivir. –Mañana cambiaré esta basura de cartones si no quiero descansar sobre cemento. Buscó algo en el bolsillo del pantalón de licra. No halló sin embargo la fotografía; su única fotografía. Se resignó a lamentarse. Levantó el brik y brindó a la salud de su amiga, a la que seguía acariciando. –Feliz Navidad Nina. La perra elevó la ceja y puso el hocico en el muslo destapado.

23 dic 2010

Las emociones de ayer

Los días con ella se habían acabado. Mis días de esperanza, mis noches de escrituras en la madrugada… Ella volvería a la tierra que tanto maldije en los estertores del insomnio con el hombre que le ataba las cadenas del amor. ¡Malditas sean todas las cadenas que le oprimían! Desde tanta distancia. Me preparé temprano para llegar al tiempo acordado. Abandoné con prisas mi edificio y llegué a la parada del autobús. Coraline. Llegaría antes al punto de reunión caminando a buen ritmo. El autocar se iba a retrasar con total seguridad. –Ahorraré ese dinero– me consolé con la perspectiva positiva para así afrontar el trecho de los tantos minutos de limpias zancadas. Sí, soy yo. Probablemente reconozcas estas letras, pues ya las viste anteriormente. No podía dejar que te fueras sin llevarte algo mío; algo que pueda hacerte recordar que tienes un amigo en España. –¿Qué será de mí sin ella?– miraba al cielo gris amenazante. Todos estaban en la fachada del bar, juntos, a la espera de mi presencia. Saludos cordiales, un par de besos, una nueva aparición, ella. Yo te prometo que sonreiré siempre que te vea en alguna fotografía (esa gran afición tuya). El tren partiría pronto y salimos rápido a su caza. Fui detrás de ella, con sigilo, mientras interpretaba el papel del conversador ameno y atento con uno de los otros. Su diálogo volaba y se pudría en las alcantarillas. Ella priorizaba sobre todos los instantes. Y te prometo, ahora con fiel juramento, que nunca me olvidaré de cómo me llamabas en ocasiones: mientras conspirábamos, malvados, un plan para comernos una pizza que sería toda para nosotros solos; cuando el vodka acabó conmigo en la primera fiesta en el piso de Will; cuando te acompañaba a casa como tu guardián.

Estación ferroviaria. Descendimos. Hubimos de acelerar para subir al tren. Las compuertas mecánicas se cerraron. A los chirridos del roce del tranvía en los raíles le siguió el primer empujón cinético. Arrancaba el final de todo. Me senté frente a la hilera de todos ellos. Ella quedó en el último sillín, donde podía recostar la cabeza con el asiento de al lado. En el vaivén suave que se producía al deslizarse el tren por las herradas vías, ella descansaba sobre aquel asiento de la ardua jornada. Despertó, varias veces, con mis ojos fijos adosados a su figura durmiente. No me importaba que supiera cúanto me fijaba en ella ni con qué intensidad lo hacía. Pues si ella se marchaba cualquier otra razón para no contemplarle era impía y vana. “Mi pequeño Koke”. Nunca tres palabras me hicieron estar triste y feliz, llorar y reír, al mismo tiempo. Me siento tan afortunado de haberte conocido que ahora me doy cuenta de lo desgraciado que soy porque te pierdo tan pronto. Se abrieron de nuevo las compuertas. Habíamos arribado. La pista de hielo estaba construida en el centro de la plaza, bien cubierta con una gran carpa de plástico con grandes ventanas rectangulares transparentes. Pagamos la cuota. Nos calzamos los patines. Entramos en la cancha. No sabía patinar y tuve que esforzarme por no caer, algo que fue imposible evitar. Ella sí sabía. Me avergoncé de mi denigrante torpeza. Le perseguí, corriendo como podía, por aquella superficie tan vilmente resbaladiza. Escapó a todas las acometidas, a todos los burdos camuflajes que inventé para estar con ella. Te diré la verdad Coraline. Yo suelo ser negativo por naturaleza. Mi forma de afrontar la vida me lleva a escoger los peores pensamientos… No creo que volvamos a encontrarnos en el futuro. No confío para nada en la esperanza de abrazarte de nuevo después de que regreses a tu hogar. Por ello Coraline, desde esta carta, me anticipo a toda esta cruel sensación de creer que nunca más nos veremos. Pero lo conseguí. Tal que con estrépito golpeé de esternón el blanco hielo y toda su escarcha, ella me ofreció con una sonrisa inolvidable su mano salvadora, su mano pura, su mano anhelada. Y volvimos a bailar… Sobre la vasta albura del hielo artificial bailamos como nunca. Y no creí haber bailado mejor en ningún otro suelo que en aquel frío témpano liso. Porque ella estaba conmigo y con ella no caería de bruces. Nunca. Porque cuando le acogía su mano en mis manos, el recuerdo de todas las frustraciones era un vapor invisible y vacío. Porque éste sería mi último recuerdo para siempre. Te deseo la mejor suerte para el resto de tu vida. Quiero que la felicidad se dibuje todos los días en los simpáticos hoyuelos de tus mejillas y en tu boca y en tus labios. Francia me evocará desde ahora a una chica con la que viví momentos maravillosos.

Cenamos. Volvimos a casa. Quedamos algo más tarde para poder cambiarnos antes de prendas. Sequé mis ropas. Reencuentro a las una. El bar estaba inundado de gentío y alborozo. Muchas otras despedidas se mezclaron en muy pequeño espacio. Ella estaba agotada. Se apagaba lánguidamente. Se cubría el rostro para ocultarlo. Le sostuve y le soplé tímidamente en el mechón que caía por costumbre sobre sus cejas. Respiré su pelo la última vez. Decidimos irnos. Buscamos otro sitio. En todos había precio de entrada. Regresamos, como todas las noches, al lugar donde todas esas noches terminábamos. Gracias por aquella noche que nos conocimos, en la que hablé contigo por primera vez tras el flash de tu cámara inquieta. Nos unimos todos para aprovechar lo que restaba de nocturnidad y de adiós. No sabía cómo, pero lo debía hacer. Lo había calculado, con distintas variables, con posibles opciones, con las fortunas imprevistas. La carta le debía llegar o nunca más podría. Se la introduje de incógnito en el bolsillo de su chaqueta negra. Ya nos íbamos. Con frialdad y delicadeza le ayudé a vestírsela. Ojalá sigas aprendiendo a tocar el piano. Tócalo mucho y disfruta de la música tanto como yo esa tarde que entraste en la tienda de instrumentos y, sin importarte las prohibiciones escritas en los carteles, interpretaste un leve fragmento de “La valse d´Amelie”. Quizá fuera “Comptine d´un autre été”.

El Destino silbó con estruendo cuando ella se cernió a las rejas del siniestro portal. La escena final de mi película se manifestaba en sus fotogramas de desenlace en blanco y negro. Una balada emergió de los adoquines encharcados. Ella bajó el escalón. Se cernió de mí, de mi cuello; yo me cerní de ella, de su pelo, de su espalda… De todo lo que había vivido con ella y de lo que quería vivir me cerní. Con mucho amor; con todo el que sabe dar mi corazón, me despido de ti, mi pequeña Coraline.

Sequé, fulgurante, la humedad en mis párpados. Giré rápido. Me separé de ella y no eché la vista atrás para iniciar, desde ese fugaz segundo, el periplo del olvido: La batalla más angosta e intrincada que, como en las decenas de mis historias anteriores, habría de nacer en la boca que nunca besaré.

PD: "Sans toi, les émotions d'aujourd hui ne seraient que la peau morte des émotions d'autrefois