4 sept 2011

Impotencia

A la hora de hablar es cuando compruebo in situ mi aversión hacia el diálogo. Es ser interpelado y tartamudear como si sufriera de hipotermia. Las sílabas se me enredan en la lengua y es como un circuito roto. Me latiguean a calambres. Cuando sucede el cortocircuito el discurso que quería pronunciar se evapora en el limbo. Las caras de los que me atendían se disfrazan de respeto, del respeto que se muestra ante el vagabundo que pide dinero sosteniendo un cartón con faltas de ortografía. Me doy por desentendido y reduzco el volumen de la voz hasta un estrato inaudible. A nadie le importará lo que dije. Así pueden continuar con la conversación en la que, obligado por una alusión directa, me he entrometido. Mi cabeza vuelve entonces a las musarañas. Siento una silenciosa impotencia cerebral. Una invalidez. El otro día pensé que era un tetrapléjico social. Parece que nunca estuviera en el momento indicado y en el lugar adecuado cuando nace una conversación. Hablar... ¿Para qué? No sé de nadie que pudiera interesarle una de mis batallas. Al que le interese se dará de bruces cuando me quede sin palabras al principio de la historia y del círculo de alusión directa, palabras, cortocircuito y cara de respeto. Una conversación puede llegar a ser muy desagradable. Cuando me preguntan por qué detuve mis palabras siempre digo no sé;  no importa. Y la situación se agrava en la insistencia, la crítica. Soy humillado, aunque sonrío para esconder que tienen razón.

La compañía del silencio es más reconfortante. Puedo controlar dos voces pero nunca una tercera. Mi condición de minusvalía, intratable, tiene otras manifestaciones. Porque puedo observar un dibujo durante horas y sólo sabré decirme que es hermoso o feo. Con una palabra firmo una descripción. Se me escapan los matices. Si el dibujo es hermoso diré que es hermoso. Si es feo, diré que es feo. Quisiera extenderme y elaborar una crítica más sustanciosa, pero sería bucear en el fango de mis limitaciones.

Como tetrapléjico social, prudentemente quiero ser un hombre educado. Yo escucho; o me lo hago. Soy reservado como consecuencia. Hay una frontera para mis sentimientos. No quiero conocer a una mujer porque la vergüenza me sale de los poros. Porque puede que incluso vaya a peor y la frontera desaparezca. El círculo se tiñe de rojo cuando es una mujer. Grabo las palabras que le diría y cuando regreso, hastiado por la invalidez, tomo el teclado en estado literario. Me sobreviene entonces el insomnio porque no encuentro consuelo en escribirle, de madrugada, un poema que ella nunca leerá.

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