13 mar 2011

El coleccionista de colillas


El no esperado por nadie acudía siempre a la misma hora. Lloviera o no. Nevara o el calor secara las gargantas. Una lunática figura de gabardina beige, sombrero, zapatillas y gafas redondas inspeccionaba la acera de la calle con meticulosidad. Rebuscaba entre todas las porquerías repudiadas por las manos de los transeúntes. Sólo tenía un objetivo claro que encontrar, recoger y archivar en las vitrinas de su casa. Clasificaba las colillas en dos grandes grupos: conocidas y desconocidas. Las conocidas estaban a su vez divididas en hombres y mujeres y a partir de aquí, las fraccionaba según edades, complexiones, atractivo… Ni él mismo sabía por qué coleccionaba aquéllas de las que no conocía al que dio la última calada. “Pues no conozco tampoco realmente a los que he visto cómo las tiraban al suelo…” pensaba.
Podría aguantar todo el tiempo que fuera necesario para robar el cigarro acabado de una persona. Tenía colillas favoritas. Eran aquéllas que recogía del bar, después de que la maestra rubia de la escuela almorzara. Ella sostenía el cigarro con un erotismo embriagador. Por ella se compró unos prismáticos, para observarla desde su ventana. Las colillas de la maestra rubia tenían un hueco especial entre toda su compilación personal. Cinco horas al día eran las que gastaba para la colecta. Horas de alfiler en mano y paso lento. Horas de suelo sin miradas juiciosas.
Nadie sabía de su extraña afición. Alguien pudo verle en alguna ocasión mientras recogía la colilla de la maestra rubia. Era la excepcional. La mayoría las tomaba al abrigo de la noche, donde hubiera observado fumadores. Solía recoger las colillas de una pareja que discutía a la misma hora, con puntualidad de enfado e imitación de gestos. Peleaban en el mismo lugar y allí arrojaban las colillas. Las noches más ruidosas casi se fumaban los filtros.

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