13 mar 2011

El coleccionista de colillas. Capítulo 2


Las jornadas laborales de ocho horas le dejaban extasiado de aburrimiento. De lunes a sábado. De siete de la mañana a tres de la tarde, ininterrumpidamente, vigilaba los alrededores de una urbanización de medio lujo; especialmente cuidaba de la pequeña mansión del condenado concejal corrupto del pueblo. Realizaba su trabajo en tres fases. En la primera dedicaba tres horas a escuchar la radio dentro del coche. La segunda fase se tumbaba en el asiento trasero durante otras tres horas. La tercera, aprovechando que la temperatura mejoraba, sacaba los pies fuera de la ventana dos horas. No tenía más compañeros vigilantes, y los jefes sólo se pasaban por allí una vez al mes, el último lunes. Tenía plena libertad para cumplir con las obligaciones de su empleo. Poca preocupación sufría cuando los huéspedes de la zona paseaban por la calle. No le interesaban las colillas que arrojaban esas personas, prefería las suyas, las de su barrio. Se prodigaba más en la vigilancia de su barrio que en la urbanización donde trabajaba.
Volvía a casa y volvía a la rutina de fases. Descongelaba la comida, la calentaba y la comía con un tenedor y un prismático ocupando sus manos. “Ella también forma parte de mi rutina”, se decía observando a la maestra rubia, son su cigarrillo y su almuerzo echando humo. Dejaba el dinero bajo el servilletero. Llevaba mucho tiempo almorzando en el bar como para preguntarlo y el camarero tenía suficiente confianza con ella. Se iba sin decir adiós, con el bolso al hombro y una carpeta oscura. El coleccionista de colillas tenía cronometrados los tiempos. Tardaba en comer quince minutos. El cigarro lo encendía en el minuto dos. Lo terminaba en el minuto trece. Lo tiraba al suelo y lo pisaba durante un minuto bajo su tacón izquierdo. Con tranquilidad buscaba el dinero en el bolso, para lo cual dedicaba unos treinta segundos. Lo dejaba bajo el servilletero y se levantaba de la mesa. Treinta segundos más. ¿Y el último minuto? El minuto final escrutaba las ventanas por si veía al hombre que todos los mediodías le espiaba con los prismáticos. En el regreso a la escuela, el coleccionista pinchaba la colilla con la aguja y retornaba sobre sus pasos. Así completaba la primera fase en casa.

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