23 dic 2010

Las emociones de ayer

Los días con ella se habían acabado. Mis días de esperanza, mis noches de escrituras en la madrugada… Ella volvería a la tierra que tanto maldije en los estertores del insomnio con el hombre que le ataba las cadenas del amor. ¡Malditas sean todas las cadenas que le oprimían! Desde tanta distancia. Me preparé temprano para llegar al tiempo acordado. Abandoné con prisas mi edificio y llegué a la parada del autobús. Coraline. Llegaría antes al punto de reunión caminando a buen ritmo. El autocar se iba a retrasar con total seguridad. –Ahorraré ese dinero– me consolé con la perspectiva positiva para así afrontar el trecho de los tantos minutos de limpias zancadas. Sí, soy yo. Probablemente reconozcas estas letras, pues ya las viste anteriormente. No podía dejar que te fueras sin llevarte algo mío; algo que pueda hacerte recordar que tienes un amigo en España. –¿Qué será de mí sin ella?– miraba al cielo gris amenazante. Todos estaban en la fachada del bar, juntos, a la espera de mi presencia. Saludos cordiales, un par de besos, una nueva aparición, ella. Yo te prometo que sonreiré siempre que te vea en alguna fotografía (esa gran afición tuya). El tren partiría pronto y salimos rápido a su caza. Fui detrás de ella, con sigilo, mientras interpretaba el papel del conversador ameno y atento con uno de los otros. Su diálogo volaba y se pudría en las alcantarillas. Ella priorizaba sobre todos los instantes. Y te prometo, ahora con fiel juramento, que nunca me olvidaré de cómo me llamabas en ocasiones: mientras conspirábamos, malvados, un plan para comernos una pizza que sería toda para nosotros solos; cuando el vodka acabó conmigo en la primera fiesta en el piso de Will; cuando te acompañaba a casa como tu guardián.

Estación ferroviaria. Descendimos. Hubimos de acelerar para subir al tren. Las compuertas mecánicas se cerraron. A los chirridos del roce del tranvía en los raíles le siguió el primer empujón cinético. Arrancaba el final de todo. Me senté frente a la hilera de todos ellos. Ella quedó en el último sillín, donde podía recostar la cabeza con el asiento de al lado. En el vaivén suave que se producía al deslizarse el tren por las herradas vías, ella descansaba sobre aquel asiento de la ardua jornada. Despertó, varias veces, con mis ojos fijos adosados a su figura durmiente. No me importaba que supiera cúanto me fijaba en ella ni con qué intensidad lo hacía. Pues si ella se marchaba cualquier otra razón para no contemplarle era impía y vana. “Mi pequeño Koke”. Nunca tres palabras me hicieron estar triste y feliz, llorar y reír, al mismo tiempo. Me siento tan afortunado de haberte conocido que ahora me doy cuenta de lo desgraciado que soy porque te pierdo tan pronto. Se abrieron de nuevo las compuertas. Habíamos arribado. La pista de hielo estaba construida en el centro de la plaza, bien cubierta con una gran carpa de plástico con grandes ventanas rectangulares transparentes. Pagamos la cuota. Nos calzamos los patines. Entramos en la cancha. No sabía patinar y tuve que esforzarme por no caer, algo que fue imposible evitar. Ella sí sabía. Me avergoncé de mi denigrante torpeza. Le perseguí, corriendo como podía, por aquella superficie tan vilmente resbaladiza. Escapó a todas las acometidas, a todos los burdos camuflajes que inventé para estar con ella. Te diré la verdad Coraline. Yo suelo ser negativo por naturaleza. Mi forma de afrontar la vida me lleva a escoger los peores pensamientos… No creo que volvamos a encontrarnos en el futuro. No confío para nada en la esperanza de abrazarte de nuevo después de que regreses a tu hogar. Por ello Coraline, desde esta carta, me anticipo a toda esta cruel sensación de creer que nunca más nos veremos. Pero lo conseguí. Tal que con estrépito golpeé de esternón el blanco hielo y toda su escarcha, ella me ofreció con una sonrisa inolvidable su mano salvadora, su mano pura, su mano anhelada. Y volvimos a bailar… Sobre la vasta albura del hielo artificial bailamos como nunca. Y no creí haber bailado mejor en ningún otro suelo que en aquel frío témpano liso. Porque ella estaba conmigo y con ella no caería de bruces. Nunca. Porque cuando le acogía su mano en mis manos, el recuerdo de todas las frustraciones era un vapor invisible y vacío. Porque éste sería mi último recuerdo para siempre. Te deseo la mejor suerte para el resto de tu vida. Quiero que la felicidad se dibuje todos los días en los simpáticos hoyuelos de tus mejillas y en tu boca y en tus labios. Francia me evocará desde ahora a una chica con la que viví momentos maravillosos.

Cenamos. Volvimos a casa. Quedamos algo más tarde para poder cambiarnos antes de prendas. Sequé mis ropas. Reencuentro a las una. El bar estaba inundado de gentío y alborozo. Muchas otras despedidas se mezclaron en muy pequeño espacio. Ella estaba agotada. Se apagaba lánguidamente. Se cubría el rostro para ocultarlo. Le sostuve y le soplé tímidamente en el mechón que caía por costumbre sobre sus cejas. Respiré su pelo la última vez. Decidimos irnos. Buscamos otro sitio. En todos había precio de entrada. Regresamos, como todas las noches, al lugar donde todas esas noches terminábamos. Gracias por aquella noche que nos conocimos, en la que hablé contigo por primera vez tras el flash de tu cámara inquieta. Nos unimos todos para aprovechar lo que restaba de nocturnidad y de adiós. No sabía cómo, pero lo debía hacer. Lo había calculado, con distintas variables, con posibles opciones, con las fortunas imprevistas. La carta le debía llegar o nunca más podría. Se la introduje de incógnito en el bolsillo de su chaqueta negra. Ya nos íbamos. Con frialdad y delicadeza le ayudé a vestírsela. Ojalá sigas aprendiendo a tocar el piano. Tócalo mucho y disfruta de la música tanto como yo esa tarde que entraste en la tienda de instrumentos y, sin importarte las prohibiciones escritas en los carteles, interpretaste un leve fragmento de “La valse d´Amelie”. Quizá fuera “Comptine d´un autre été”.

El Destino silbó con estruendo cuando ella se cernió a las rejas del siniestro portal. La escena final de mi película se manifestaba en sus fotogramas de desenlace en blanco y negro. Una balada emergió de los adoquines encharcados. Ella bajó el escalón. Se cernió de mí, de mi cuello; yo me cerní de ella, de su pelo, de su espalda… De todo lo que había vivido con ella y de lo que quería vivir me cerní. Con mucho amor; con todo el que sabe dar mi corazón, me despido de ti, mi pequeña Coraline.

Sequé, fulgurante, la humedad en mis párpados. Giré rápido. Me separé de ella y no eché la vista atrás para iniciar, desde ese fugaz segundo, el periplo del olvido: La batalla más angosta e intrincada que, como en las decenas de mis historias anteriores, habría de nacer en la boca que nunca besaré.

PD: "Sans toi, les émotions d'aujourd hui ne seraient que la peau morte des émotions d'autrefois

No hay comentarios:

Publicar un comentario