17 dic 2010

Hoy, el miedo


Me contaba un amigo hace unos días que en su taller andan abatidos los ánimos. Me relató que él y sus compañeros mecánicos temen un nuevo recorte de personal en próximas fechas. La empresa no carbura bien desde hace tiempo y casi ya apenas cambian el aceite de algún vehículo al día, con suerte un limpiaparabrisas. Explicó, entre ocultos sollozos, que temía ser el próximo caído. Según el que fuera mi compañero de fatigas en años de infancia, su jefe anda con aires de demonio inquisidor que castiga con gritos el menor despiste. Yo le imagino con un uniforme de mecánico rojo, cuernos y un látigo de corbata siniestra. Mi viejo amigo me ha hecho pensar sobre los miedos que hoy planean sobre nuestra sociedad, en este caso, el que en estas fechas se ha revelado como uno de los jinetes del apocalipsis actual: el paro.
Cercanos a la dulce navidad; días de fiebre consumista; papás noeles colgando de los edificios y luces fulgurantes, la sombra de un déjà vu en el que uno mismo se proyecta, sentado en un banco, dando de comer a las interesadas palomas un miércoles por la mañana aterra como un monstruo.
Pero… ¿es el único de los temores que nos acechan a las personas en esta era de crisis? ¿Qué otras circunstancias nos sobrecogen? Planteándome tales cuestiones, emergen desde los rincones de mis aflicciones el miedo a la vulnerabilidad individual, el miedo a la verdad sincera de la ciega razón, el miedo a la celeridad de la vida y las horas… Desconozco si alguien más comparte alguno de estos espantos. Yo sí los sufro, con disimulado pavor. La aprensión se agarra a mis sienes en tanto que estos tres horrores yacen en el mismo suelo. Porque siento que soy vulnerable, dado que en mi red social me doy a conocer y cualquiera entonces puede interferir, del mismo modo creo que podría ser una diana de reproches por mi incontenible deseo de manifestar, con sobriedad, las evidencias que en cada uno observo. Y para terminar, la anilla de mi alarma: el tiempo vuela, corre y acelera y no se detiene. El planeta rota y se trasforma a la velocidad de los relámpagos, y los hombres taciturnos como yo, mientras tanto, contemplamos el contexto y no acabamos por decidirnos ni por el norte al que orientarnos. Tampoco nos arriesgamos a enviar una carta de declaración a la mujer que más amamos y ella sin saberlo, todavía. Otro miedo para el catálogo de los sufrimientos: el desengaño.

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