17 nov 2010

La fortaleza invisible

Las horas corren en el devenir de las distracciones. El estudio se hace precipicio de necesidad para la evasión; las distracciones llueven e inundan esas horas. El Sol proyecta desde su trono la luz y se aleja en las alturas celestes cuando mi pequeña fortaleza de madera sostenida en grises patas implosiona sobre mí acumulando presencias extrañas a lo largo y ancho de la sala.

–Evasión– decido. –Aire– quiero. Escapo del edificio introduciendo las manos en los bolsillos; sin pestañear he atravesado el portal y las escaleras. Los pájaros revolotean, juguetones, en los árboles. Son los únicos que quizá percibieron mi cercanía intrusa. No les molesto; les busco entre las ramas.

Apoyo la cadera y la pierna izquierda contra una pared. –No hay sombra que me cubra–. Me desplazo y repito lo mismo; ya no he de cerrar los ojos para adaptarme a la insidiosa luz. El tiempo vuelve a correr desde mi nueva fortaleza. Una mujer, un joven con urgencias, dos amigas, cuatro mujeres andando simétricas al cuatro de un dado, una chica valiente, han cruzado mi perspectiva. Nadie me miró. Parecía como si la frontalidad fuera la única opción para sus obedientes ojos… Pero conocían mi paradero, sabían que yo sí les miré. A todos miré. Todos prosiguen su camino conscientes; pues su extrema frontalidad visual les descubría; de que les observaba de brazos cruzados adherido a aquella pared.

¿Cuál es la sombra que me oculta?, ¿hay una sombra que me cubre?, ¿de qué color es la sombra que me niega la existencia para los demás?... ¿Acaso somos todos seres ensombrecidos?.

Vuelvo al encierro. El círculo mural de mi fortaleza invisible mengua como la voluntad de continuar estudiando en esta biblioteca cúbica. Son las doce y media de la mañana. Me siento en la silla y aparto con desgana tantas páginas inútiles.

Nueva desviación ilusoria: sueño con la comisura de sus labios.

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