31 dic 2011

Contrarreloj del treinta y uno de diciembre

Injusta prórroga del no dormir. Alguna vez pagaré las horas que pierdo a diario, tan de continuo. Miento, porque sí las recupero, amaneciendo a horas deshonrosas para un individuo de mi edad. Heme aquí, castigado por mí mismo, por la arritmia de mis tiempos de sueño. Mas ¿qué sería de mí si fuera un hombre equilibrado, un hombre de calendarios y rutinas inflexibles? No tendría tiempo para escribir. ¡Ah insulsa agonía intempestiva! ¡Ah letras inanes! ¡Qué refugio encontré en las palabras! A riesgo de estampar el pecho en el vacío, he caído sin inspiración en la contrarreloj del treinta y uno de diciembre.



¿Qué hice este año digno de mención?, ¿en qué soy mejor?, ¿en qué peor? No he hecho nada. He tirado a las fraguas del olvido trescientos días. Toca examen de conciencia, en profundidad, el día lo requiere. No me acosté con ella porque le entró repentina la timidez. Con otros no le pasa lo mismo, estoy convencido. No fue un momento dulce, como ella confesó sentirlo más tarde. Me arrepiento de escribirle una carta de despedida. Odio interpretar el papel de caballero. Me iría mejor madurar una forma violenta de cortesía, un toque de agresividad, pues el sexo dejó ya de ser tan importante como para andar con educación. Aquel momento era diáfano para enseñarle una dosis de la realidad: no digas nada, eres mía y no tengo más deseo que dejarte exhausta. Pero no, las mejores ideas aparecen después las acciones, y allí me quedé recostado, maldiciéndome. Dejar de ser amigos fue lo mejor entonces, pues sirvió de lección a ambos: a ella para no tomarme nunca más como un estúpido; a mí como prueba de que tengo la firmeza suficiente para tomar decisiones. Atrás quedaron las fiestas, las conversaciones, las confianzas. Esa noche lo derrumbó todo. Murió. Lloró en mis brazos, me pidió perdón. No lloré. No le perdoné. Le mentí.



En otros asuntos, dos mil once ha sido también un desastre.

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