Hace
fresco y las ancianas lo perciben. El otoño planea a finales de septiembre en
el Mediterráneo pero, no llega a instalarse hasta entrado el mes de octubre. Se
nota, se nota. Insisten las ancianas sobre cómo ya refresca a media tarde.
Varios grupos de amigas hablan, juegan al parchís y toman el aire fuera de las
estancias interiores de la residencia. Adentro, varias ven la
televisión en el gran cuarto de estar. Abuela nos recibe y al momento reclama
ir al baño. La agarro para levantarla del asiento. Se va con una enfermera. Una
anciana reclama, angustiosa, infantil, terminal, por Juan. Éste se enfada y le
grita que después irá, que está ocupado conversando. La anciana calla un minuto
y el regreso del reclamo enturbia la estancia. Una enfermera le pregunta qué
deseaba y la vieja reconoce que no necesitaba nada, que era una tontería. Se
calla definitivamente. Todas siguen viendo su televisión y una de ellas se me
acerca para decirme que ella y mi abuela se conocían desde pequeñas y que sus
caminos se separaron hace mucho tiempo, para unirles ahora. No terminé de
creerle a pesar de la dulzura de su rostro, aunque quise creerle porque la
historia podría llegar a ser hermosa. Sólo por eso. Continúan en la estancia
viendo la tele. Observo y establezco mentalmente una imagen de analogía entre
la figura de una de las ancianas y la de una persona más joven. Son iguales en
postura y gesto, determino.Ver la televisión nos hace semejantes, concluyo.
Es
la hora de comer. Todas se marchan al comedor recogidas en sillas de ruedas. La
estancia se queda vacía. Aparece 'Cirilo', el recogedor de taburetes. Taburete
que ve suelto, taburete que coloca patas arriba sobre los sillones. Tras su
tarea, se queda pasmado mirando la televisión a un palmo de ésta. Se quedó una
hora en la misma postura, de pie. Se movió para coger un plato de comida. Pero volvió.
Es un residente repudiado como el loco del lugar. Sus ojos blancos, en plenitud de ceguera, su labor de maniático recogedor de taburetes, justifican la inquina
con la que es recibido entre residentes, enfermeras y visitantes. También me
dijeron que era sordo, aunque le vi anteriormente en la calle, sentado en un
banco agarrando una radio cerca de la oreja. Nadie conoce a nadie, pensé.
Hasta
aquí todo lo habitual en lo que corresponde con el diario de los días en la
residencia. De repente salta una pelea. El señor Manuel se enfrenta a cuatro
enfermeras porque se habían llevado a su mujer a la habitación y no le
dejaron darle un beso. Las enfermeras se le echan encima y culpan a su mala cabeza
por no recordar que ya le dio un beso y fue entonces cuando le condujeron al
cuarto, a dormir. El señor Manuel vino a mí y me contó su versión de los
hechos. Necesita darle un beso a su mujer antes de separarse de ella. Y aunque
se pase todo el día dándole besos, como afirmaban dos residentes presentes en
la conversación, él tenía que besar a su esposa antes de acostarse porque
llevan juntos desde pequeños y porque es su mujer, su necesidad. Se define como
un incomprendido el señor Manuel porque sólo le puede entender aquel que quiera
entenderle. Se va. Me confirman que Manuel tiene habitualmente esa pelea.
Luchar por un beso es su rutina. Hay que pelear hasta por los besos, me
indigné.
Abuela
está en la cama tumbada. La luz apagada. Su compañera de habitación parece
albina en la penumbra. Son casi las nueve y es muy tarde. Le prometo que
volveré más a menudo y ella me dice que así lo esperaba.
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