8 ago 2011

El adiós del soldado

Mi amada, luz de mi corazón: a ti honraré mi sacrificio si mi aliento claudica en la batalla. No llores por mi destino, alma mía, tus penas debilitan el fuego de la victoria y pliegan mis brazos sobre el suelo del hogar que al partir añoraré. Eres y serás mi aliento, amada mía. Eres el presagio que me devolvió al sendero de las brillantes estepas. Con tus ojos como guías y tus consejos dignos de la mismísima Minerva, la preclara. Tus sabias palabras hervirán en mí como dagas del infierno. Juzgaré a los enemigos de esta guerra con tu instinto. Les golpearé con mi espada como si en la empuñadora llevara uno de tus rizos negros como la noche antes del alba. Si hubiere soldado que quisiere arrebatarme el corazón para posarlo en las raquíticas manos de la Muerte, con la embestida de diez hombres habrá de acometerme para no yacer en la hierba que sus compañeros regarán con sangre. ¡Oh! ¡Mi reina! Los dioses me llaman a la gloria. Roma ha solicitado mi sangre para luchar contra esos bárbaros de Tracia. Roma es la gloria, amada mía. Combatiremos por el Emperador, por el Imperio, para hacer un mundo más justo; para eliminar las hordas de villanos que colapsan de cadáveres nuestras montañas. Juro por Júpiter que los tracios regarán de lágrimas y sangre las tierras que nos han robado. Los romanos vamos a morir por nuestras mujeres y por nuestros hijos, para que en el futuro, el pecho se les hinche de orgullo al relatar nuestras hazañas. ¡Amada mía! La batalla no será un trabajo sencillo. Muchos hombres caeremos en la arena por alcanzar los propósitos que Roma nos ha encomendado. Mi cuerpo es carne de flecha, de puño y de espada. En el torrente; en el fragor de la batalla, puede que mi corazón deje de latir. Y vertería mi sangre lejos de la morada donde fui un hombre feliz. ¡Que los dioses no lo quieran! La Muerte no entiende de armaduras ni escudos. Seré tan frágil y mortal como un esclavo ante los caprichos de su señor. No habrá hierro que me salve de una espada que me penetre las costillas. He aquí, ante este hipotético y tan posible destino cuando dejaré de ser un hombre. Mas no ocupa mi mente el momento en que se me escape el alma, sino el terror de no ser tuyo para siempre. ¡No serán tan crueles los dioses si fueron ellos quienes nos unieron! ¡No lo serán si contemplaron el parto del fruto de tu vientre! ¡La estrella más hermosa del cielo! Cuida del primogénito, de esa dulce criatura que tantas noches nos ha despertado. ¡Por Apolo! Agradezco todos los amaneceres a tu lado después de prodigarnos en el amor… Agradezco la noche que entré en tu cuerpo para sembrar nuestra pequeña maravilla. ¡Mi señora! Que los dioses os protejan en mi ausencia. Que los dioses te hagan menos sufrida la espera... No te aflijas si me retraso demasiado. El pequeño es ya tan astuto que puede percibir tus pensamientos. Haz que piense que sólo estaré fuera por muy poco tiempo. Que llegaré tan pronto que no creerá que me fui; que no creerá que estuve matando a otros hombres. Cántale los poemas que yo mismo le canté mientras dormía, para que me tenga presente. Bésale la suave piel cuando beba de tus pechos y hazlo de forma que parezca que yo también le estoy besando. No le beses rápido, sino fuerte y pausado, como yo lo hacía. Sean cuales sean las nuevas que los mensajeros porten, cuéntale cuánto le quiero y prométele que volveré. Late en mí su corazón y nuestros dos corazones juntos serán siempre más valientes que el mío en solitario. ¡Por todos los dioses que regresaré! Como el destino me depare, pero volveré a vuestros brazos sea a pie, tumbado en un tablón de madera o cabalgando a los lomos de Pegaso, en la forma de un sueño. ¡Amada mía! Júpiter ya me quema el rostro desde el horizonte. Adiós, mujer. Ora por mí y por mi fortuna. Es la hora de enfrentarnos a las garras de la Muerte. Es la hora de Roma y de sus honorables soldados.

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