18 feb 2011

La prostituta de la hoguera


Las ascuas coronaban las hogueras, pequeñas nebulosas de fuego y madera. El polígono se había convertido en un safari de furtivos. Las presas calentaban sus miembros desnudos al son de los fuegos y las pieles amigas. De pie o sentadas, aguardaban a los cazadores sobre las mismas cenizas de hogueras anteriores. Los vehículos rodaban lentamente. Las ventanas se abrían y preguntaban el precio. El sexo es el producto y lo era cada noche. El mercado de la prostitución tenía una oferta siniestra de variedades: africanas, rumanas, búlgaras, latinas… Cientos de mujeres se disponían cuales piezas comestibles en el buffet poligonal. La edad era baladí. Qué más importaba una vagina de trece años que una de cuarenta. Los cazadores o depredadores urbanos no tienen nunca compasión con las edades y las procedencias. El pelaje o el marfil de éstos se cobra en penetraciones, felaciones y eyaculaciones. La ley del dinero también llega al polígono. Los mejores depredadores (los más acaudalados) cazarán a las mejores presas (las más caras). Hay desequilibrio si un pobre depredador obtiene la carne de una buena presa, pues éste habrá de morder hasta los fondos profundos de su cartera para pagar la cuenta. La calidad se paga: mujer fea es mujer barata, mujer hermosa es mujer cara. Las prostitutas tienen jerarquías dentro del gremio depravante.
Noche de celebración. Noche diferente. Fuimos cazadores por una noche. Barrimos las avenidas y situamos a las putas en coordenadas. Íbamos igual de furtivos que otros tantos: pausados, observadores. Ellas no tenían reparos en atravesar la carretera como modelos de lencería, pero sin cámaras, sin música, sin crítica de moda… sin expresar signos de vergüenza. Saludaban, nos lanzaban besos al viento soplados desde la palma de sus manos. Entre risas preguntamos por algún servicio. Éramos depredadores pobres.
Llegamos al desvío principal. Allí estaba la puta solitaria. Allí se erguían las llamas más elevadas. Bajo un puente en construcción, la prostituta esperaba desnuda. Blanca, pechos medianos, pelo negro y corto, negros ojos. Bajamos la ventanilla. Se nos acercó: –¡Hola guapa! Pero… ¿qué haces tan solita ahí?, ¿no tienes frío? –le dijo uno de los nuestros. –No, estoy bastante calentita. –¡Vaya! ¿Eres española? –Españolita, sí señor. No quise mirar. Le pedí al que conducía que arrancara porque no quería verla de cerca. Me parecía un acto degradante lo que hacíamos. En medio de la conversación, nos mostró sugerente la lengua y empezó a pellizcarse los labios de la vulva. Los extendió mucho dejando ver el hueco de la vagina. Miré a otro lado. No era nada agradable comprobar los límites de la degradación a la que se sometía ella misma. Arrancó el coche.
–¿Por qué no la has mirado? ¡Es su trabajo! –me explicaban burlándose de mi actitud, no lo comprendían. –Trabajo –pensé en voz alta. Para mí era una persona que se apagaba. Era una muerta. Era ceniza en vida. Su futuro estaba entre el fuego de su hoguera gigante. Ella sería virutas de ceniza entre la madera que crepitaba. Giré. Un coche se había parado en su sitio. Una mano sacó un billete por la ventana del vehículo. Ella dejó rápidamente el palo con el que movía los tablones en el centro de la hoguera, se amasó el pelo dulcemente y desfiló para el recién llegado cazador.

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