12 dic 2010

El guardián y el suicidio


Caminé. Caminé. Entre las luces, sobre el asfalto; enredado en la rutinaria promesa de los nuncamases. Salimos. El frío no nos perdonó el pequeño trayecto de vuelta. Debía acompañarla y protegerla: –Soy tu guardián. Si permaneces justo aquí –rodeé su cintura– nadie podrá hacerte nada. Ella me picó una mejilla con la delgada nariz. Semáforo. Atravesé la carretera. Vehículos aceleraban. Fragor de cláxones. Gritos insultos. Ignoré todo. Me adentré en el umbral del puente sobre el río seco. –Estamos en Roma –señalé con el dedo el nombre de la calle. -¿Te gustaría visitar Roma? Sí, ella quería. La valla blanca se alargaba hasta el final. La estructura de hierro revestía de solidez el puente. Barras diagonales de madera formaban el suelo, desde éste, faros vertían iluminación.
-¿Cuál fue el mejor día de tu vida? –pregunté. No sabría elegir uno y no contestó. Complicada elección. –¿Y el peor? Había malos recuerdos en su haber. Ella replicó a cada cuestión con la misma duda. No le manifesté ni el que creía mejor ni el que creía el peor día de mi vida. Agarré con fuerza la barandilla. Fin del viaje. Llegamos a su casa. La casa de las puertas enrejadas, largas como lanzas. La ciudad fue público de butacas vacías del teatro de mi locura. La cruz, cual falso mesías poseído, dibujé con mi cuerpo. Demente, crucificado; dirigí las que pretendía mis últimas palabras. –He de cuidarte hasta el final. No te dejaré sola en el último instante. Yo me iré cuando entres en casa. Dos besos gratificaron las buenas intenciones. Abrió la verja, la cerró tras ella. No podía irme, aunque ella me rogara. Una suerte de jaula la separaba de mí y no pude sino rozar su mano la vez definitiva.
Hordas de piedras fundidas ¿por qué no fluís en este vano caudal? ¡Lava! ¡Aceite de fuego inmisericorde! Desemboca bajo el puente y trágame. ¡Llévame, fuego! Contigo y la Muerte para que ella me acune en su pecho de tinieblas y silencio. ¿¡Qué más suplicios viven en este mundo más crueles que el amor!? ¿¡Por qué no tienen piedad de mí las aflicciones!? ¡Destino! Que tu corriente me lleve si no descubro el remedio para esta pena; que tu látigo de hierro más no me fustigue… Y si desoyes mis súplicas: ¡Destrúyeme! ¡Arráncame la vida con lentitud y alevosía! Pero antes bórrala de la memoria. Haz que la olvide pues no quiero otra cosa que olvidarla…

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