Los ecos retumban sobre las paredes de la facultad, en las cristaleras que dan al pseudojardín. Una eternidad, un segmento temporal vacío me separa de estos muros. Para mí los meses suman como decenios. Veinte años del calendario han corrido, pues.
Estos ecos que resuenan a las ocho y media de la mañana son distintos. Los sonidos de la facultad silban voces extrañas a las que he oído desde que planté los pies sobre estas baldosas blancas aquel septiembre de 2006.
Hago un esfuerzo por convertir los timbres, los tonos y la cadencia de los ecos de hoy en las voces y risas de ayer. Las voces, los rostros y los textos de los se fueron pronto retumbarán en otros pasillos. Así lo deseo.
Las mañanas de los días por venir se antojan desapacibles en el silencioso universo de una biblioteca desierta de los que se marcharon. Imagino un silencio de emboscada para las horas que viviré en esa guerra entre los folios impregnados en negro y mis cegadoras gafas.
Me esperan ciento veinte años de soledad.
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